Las dos cosas que primero llaman la atención de los resultados electorales europeos en España son:
- La aparición de una nueva fuerza de extrema derecha con unos resultados que recordaban a los de Podemos en las europeas de 2014 y una distribución territorial del voto que también tenía un aire de familia con la de Podemos entonces.
- La vuelta del discurso anti-corrupción como ariete contra unas supuestas «élites» sin definir, o más bien, a definir según convenga.
Las europeas hacen emerger «lo nuevo»
Hay por supuesto un elemento de oportunidad: el sistema electoral de las elecciones europeas, un distrito único para todo el país, hace más fácil obtener representación cuando la base territorial de una candidatura no está concentrada en un territorio concreto. Por eso los lanzamientos electorales de nuevas fuerzas suelen hacerse en estas elecciones.
Pero lo importante, entonces con Podemos y ahora con Alvise es que el ánimo de una capa social pasa a tener representación política sin haber existido antes como fuerza organizada socialmente. Ni Podemos hace 10 años ni Alvise ahora habían construido previamente organización. Ni uno ni otro llegaban a las elecciones tras haber hecho algo, sino como instrumentos para expresar un descontento que no acababa de articularse en acción y aún menos en construcción alternativa.
Tanto era así que Podemos se presentó a aquellas europeas con la efigie de Pablo Iglesias como logo y Alvise intentó poner a la candidatura su pseudónimo (su nombre legal es Luís Pérez) aunque la Junta Electoral no se lo permitió.
El movimiento inmóvil o la pasividad como motor político
Ese no hacer y por tanto no organizar no fue una debilidad para ninguno de ellos precisamente porque les conectaba al grueso de sus votantes. Unos votantes que no se veían capaces de pertenecer y hacer ascender un movimiento que rompiera el status quo (por algo Podemos se llamaba Podemos). Un votante dispuesto a cualquier cosa... menos a los sacrificios de un compromiso real por cambiar las cosas.
Es decir, el carácter exclusivamente político y electoral de ambas fuerzas reflejaba la pasividad de su base social. En el momento la interpretación común era más complaciente. Se entendía que una vez demostrada la capacidad para modificar el mapa político, la organización y la movilización cotidiana surgirían casi automáticamente. Se decía que Podemos había dado dos veces por dar el primero y demostrar que efectívamente sí, se podía cambiar la agenda política y la estructura institucional. Su base se construiría a partir de ahí.
Fantasías foquistas de núcleos irradiadores aparte, la triste verdad es que tras una efervescencia de círculos y grupos de simpatizantes, ni Errejón consiguió convertir aquello en una base social organizada y activa fuera de las interminables asambleas de auto-expresión y de las batallitas por figurar. Tan paródica fue la cosa que en las municipales que siguieron fue común que fueran los padres de los candidatos podemitas -muchos de ellos jubilados- los que pegaran los carteles y no los hijos que supuestamente estaban dando la batalla electoral.
En ambos casos, entonces y ahora, no faltaron declaraciones triunfalistas y promesas de bocachancla, pero al final las bases discursivas eran también similares. Tanto el Podemos de 2014 como el SALF de 2024 presentan la indignación como una forma de acción en si misma. Es decir, expresaban ya impotencia política antes de hacer política.
Identidad, esencialismo y subjetivismo: la triada pasivo-agresiva
Algo reseñable del primer Podemos (el que siguió a las europeas y acabó presentando candidaturas ciudadanas a las municipales) era que esa pasividad de fondo destilaba necesariamente esencialismo por todos sus poros. El recurso permanente a la metáfora del ADN (llevamos ésto o aquello en el ADN, decían) y la abundancia de candidaturas internas que incluían o jugaban con la primera persona del plural del verbo ser («Somos Esto», «Somos aquello») avanzaban un identitarismo inevitable. Cuando no se hace ni se está por hacer se recurre a un supuesto ser esencial. Pasividad social e identitarismo van de la mano.
Pero el identitarismo conduce a su vez al subjetivismo más radical, ésto es, a la exigencia del reconocimiento de la «autoidentificación». La incuestionablidad del Derecho a decidir de ciertas autonomías -sin plantearse el quién y el sobre qué- y el tipo de feminismo que adoptó Podemos y que tuvo su expresión más clara en la ley que convertía el sexo legal en una decisión subjetiva, son expresiones coherentes de ésto. También fue su techo y el lastre que lo arrastró hasta dejar de ser una fuerza influyente.
Desde un lugar ideológico muy diferente, Alvise repite el patrón. El subjetivismo se traduce ahora en fake news y xenofobia. El identitarismo en nacionalismo españolista de garrafón. ¿Asusta más que las derivas podemitas? Con razón: es la tempestad sembrada por aquellos vientos.
El conflicto territorial es, crecientemente, otra cosa
En España, de la identidad y el subjetivismo a la territorialidad apenas hay un paso. Por eso la cuestión catalana concentró algunas de las contradicciones más violentas de Podemos.
Iglesias y Errejón, el liderazgo incuestionable, adoptaron el llamado Derecho a decidir, coherente con el subjetivismo generacional. Pero en Cataluña eran los migrantes iberoamericanos y los xarnegos los que más tenían callado y más habían sido acallados. Eran los que más tenían que expresar aunque las ganas no dieran para más. Por eso eran mayoría en la base que espontáneamente se había agrupado alrededor del partido tras la expectación generada por el resultado de las europeas.
Esa combinación, que sólo podía resolverse en purgas y defecciones hasta la práctica desaparición, era explosiva de necesidad. Encontró su detonante en lo definitorio del movimiento: organizarse sin acción, dando sólo cauce a la expresión, es decir a la pasividad. En ningún otro lugar Podemos tuvo tantas oportunidades de crear tejido social (hasta el esplai había sido abandonado por el nacionalismo en su furia independentista). Lo desdeñó explícitamente. Así arrasó su propio campo. Hoy no quedan ni ruinas sobre las que los nostálgicos puedan recordar tiempos mejores.
Diez años después el eje territorial ha cambiado y se asemeja cada vez más al que divide al resto de países europeos. Es cada vez más un conflicto centro periferia:
La antigua RDA no ha votado de manera diferente que la ex RFA, sino que ha votado contra ella; contra todo lo que significa y contra la deriva que ha impuesto al país. (...) Francia vota contra París: contra el tipo de sociedad que se ha conformado en una sociedad cosmopolita que se parece poco en costumbres y visiones del mundo al resto de Francia.
En España ésto se ve ya incluso en Cataluña, con un interior en el que gana Junts, votando en bloque contra la conurbación costera de Barcelona. También en Euskadi, con un gran Bilbao electoralmente cercado por Bildu. Y también, cómo no, en la distribución geográfica de los resultados de Alvise. Lo interesante es que en ellos podemos ver reflejos tanto en la contradicción gran ciudad/campo como en la que existe dentro de la primera entre centros modernos y barriadas en abandono (de la que hablaremos después).
De la contradicción entre capitales y campo ya habíamos hablado tras las elecciones portuguesas poniendo el foco en los jóvenes.
Los jóvenes rurales rechazan, a veces muy violentamente, la estética, las preocupaciones y los discursos identitarios que -importados de EEUU y alentados desde el estado y las políticas públicas- prosperaron entre la juventud urbana en la última década. Cuanto más cool se pretenden los políticos de los partidos de estado asociándose a influencers y minorías autoidentificadas como oprimidas en su identidad, aunque privilegiadas en el acceso al bienestar y la visibilidad mediática, cuanto más identitaristas se muestran los partidos a la izquierda del socialismo y más conciliadores los conservadores, más abandonados y rechazados se sienten los jóvenes de la Europa en despoblación.
El anti-intelectualismo que viene
Lo interesante ahora es cómo ese mismo tipo rechazo se reproduce en las periferias urbanas sin universidad. Ésta diferencia es importante. El muy diferente eco recibido por Alvise en Getafe y Alcorcón es iluminadora. Y es que el anti-intelectualismo que destila esta nueva ultraderecha es, al final, la diferencia más significativa del cambio entre 2014 y 2024.
En 2014 la revuelta contra las élites era la revuelta de una capa social de hijos de clase media con estudios universitarios que venía del 15M y se jaleaba a sí misma diciéndose que podía tomar el cielo (de los puestos directivos del estado y la política) por asalto electoral. Y aunque los podemitas hicieran un discurso contra las élites lo hacían desde el punto de vista de una élite alternativa. La insistencia de Iglesias en obtener una Vicepresidencia y la de sus compañeros y voceros mediáticos en asimilar mérito con reconocimientos académicos, nos ahorra mayores explicaciones.
Alvise es otra cosa, su ventaja frente a Vox ha sido interpretar bien que ahora la revuelta contra las élites tenía su epicentro donde los de Abascal no sabían llegar con claridad.
Los estudios sociológicos y las encuestan lo estaban señalando desde hacía más de un año: estaba formándose una masa crítica (52% de los varones y 32,5% de las mujeres) en el segmento entre 15 y 24 años que rechazaba intuitivamente el feminismo oficial por verlo discriminatorio. También nos decían que entendían menos la democracia que el cambio climático y para rematar, que la ausencia de experiencias colectivas de trabajo y organización para un fin les haría pasar de la pasividad a la rendición mesiánica a la que pudieran depositar su desazón en un liderazgo que pudieran identificar como parte de su mundo.
Los votantes y seguidores de Alvise vienen de las barriadas y regiones que sienten que han sido excluidas por esa élite indefinida que lo mismo sirve para hablar de la dirección de los partidos, que del acceso a la Universidad. No rechazan a los que de verdad mandan, al poder económico, sino a los que ven asociados a los discursos de poder.
La élite para ellos son los políticos, los tecnócratas, los profesores de universidad, los tertulianos, los ideólogos, las figuras públicas... De ahí el anti-intelectualismo que destila Alvise, que tan claramente conecta con las tradiciones del pensamiento reaccionario del XIX y de la ultraderecha del XX.
Del clérigo tramontanto antiliberal de hace doscientos años al influencer contracultural de hoy hay un abismo de cambios sociales, pero están unidos por un hálito idéntico, la desconfianza visceral frente a unas instituciones que se han vuelto violentamente ajenas y que hacen la fiesta para ellas mismas: sean las de la UE, los partidos o la Universidad.
Conclusiones
La «revuelta contra las élites» que la ultraderecha europea capitaliza no es un rechazo de los intereses económicos que dirigen la política europea y de los estados, sino de las instituciones, la tecnocracia, la intelectualidad y el «bien pensar» que los encarnan para un electorado muchas veces económicamente empobrecido y casi siempre intelectualmente confuso, pero fundamentalmente pasivo.
Las élites y su corrupción encarnan para ellos el desentendimiento del poder con un discurso minimamente universalista que les incluya por el hecho de ser lo que son, ya que hacer, no hacen. Sólo que ese ser, en su pretensión de universalidad inmediata y privado de participar en el trabajo social -que es el camino hacia el definirse por el hacer- sólo tiene un denominador común posible: ser de aquí. El de la generación que empieza a salir de su periodo formativo. El de los matones y el la carne de cañón.
¿Se puede evitar todavía que esa sea la dicotomía vital de la próxima generación? Sí.