19/5/2024 | Entrada nº 94 | Dentro de Fundamentos

La centralidad del trabajo y la necesidad de «salir al mercado»

La ideología del rechazo del trabajo o, cuando menos, de su centralidad, produce una moral que no sólo niega la posibilidad de que haya formas de organizar el trabajo -tanto colectivo como social- que sean liberadoras y enriquecedoras, las hace imposibles o cuando menos las dificulta gravemente.

El trabajo social

Qué es el trabajo social

Entender el trabajo en toda su amplitud es entender que el trabajo social es la forma organizada a escala de una sociedad entera, de satisfacer las necesidades sociales -que son tanto las de la estructura social como las necesidades de sus miembros-, con independencia de las formas en las que cada sociedad organice este gigantesco esfuerzo colectivo.

Comunales, propiedad señorial y propiedad privada son formas muy distintas -características cada una de una época- de relacionarse con aquello que necesitamos para trabajar de forma productiva. Distribuir en función de necesidades familiares, de derechos feudales y diezmos o del valor de mercado de salarios y productos, son formas muy diferentes de relacionarse con el resultado de lo producido por el trabajo de todos.

Pero debajo de todos estos tipos de relaciones sociales y de las instituciones que les dan forma legal, subyace siempre lo mismo: el esfuerzo social para producir aquello que la estructura social existente y sus miembros necesitan para seguir existiendo.

Simplemente somos incapaces de imaginar siquiera una sociedad humana que no se estructure alrededor de una forma determinada de organizar el trabajo social, porque no hacerlo significaría que la sociedad como un todo se desentendería de la subsistencia de sus instituciones y de la de sus miembros.

La sociedad es, y no puede ser otra cosa, lo que se construye alrededor de la organización del trabajo social. Y sus conflictos, al final, remiten a conflictos por la forma de organizar la producción y la distribución de lo producido.

Aunque en determinadas etapas históricas -que llamamos crisis de civilización- entren en conflicto lo que esas instituciones exigen para mantenerse y las necesidades del conjunto social, el trabajo social permanece siempre como fundamento de la mera existencia de sociedad y por tanto de especie humana.

Esta es la razón última de la centralidad del trabajo.

El trabajo social produce y nos produce

Cuando hablamos de la centralidad del trabajo en la vida y sus porqués, solemos comenzar dejando claro que el trabajo no es sólo ni el trabajo asalariado, ni el trabajo que hacemos para salir al mercado.

Es importante entender que el trabajo social incluye cosas que no están destinadas a venderse en el mercado o a producirse en el marco de una relación laboral. Cosas como las tareas domésticas, la atención de niños, mayores y personas en general en el seno de la familia o de grupos de amistad y vecindad, la educación no formal, el bricolaje cotidiano, el autoaprendizaje, el refuerzo escolar de hijos o hermanos menores, el huerto doméstico, el cuidado de lo común o la fiesta popular. Todo se integra en el trabajo social y por tanto todo aporta a la producción social, aunque quede fuera de la vista de los indicadores que en cada época se usen para medir su volumen y resultados.

Y es importante remarcarlo porque todas estas formas de trabajo, que se den al margen de las instituciones principales en las que la sociedad actual organiza el trabajo social se ven permanentemente asediadas por intentos ideológicos de normalizarlas. De los bancos de tiempo y el uso de blockchain para estructurar colaboraciones comunitarias a las demandas de que la atención de los hijos o la limpieza en el seno de la familia reciba un salario estatal, no faltan propuestas e iniciativas para convertir en mercancía y trabajo asalariado lo que todavía sigue siendo parte del metabolismo comunitario y familiar.

Lo significativo de la poca producción comunitaria que queda en nuestra sociedad es que evidencia de forma muy cercana la naturaleza colectiva y transformadora del medio natural y social del trabajo social en general. Hace visible y cercano cómo el trabajo social como un todo transforma las condiciones de vida -y la vida misma de los que trabajan- y genera conocimiento común.

Es decir, la participación en el trabajo social produce, pero también nos produce, nos cambia y da sentido a qué somos colectivamente. Si lo vemos en la familia o los grupos de amigos con más claridad que en el trabajo que se realiza por cuenta de otros es por la diferencia de escala, el grado de división del trabajo a escala social y las características peculiares del trabajo asalariado respecto a otras formas de trabajo.

Que veamos la transformación del medio natural en el huerto doméstico con más claridad que en un call center o una sala de programadores -cuando la cantidad de transformaciones del medio que requieren estos trabajos es inmensamente mayor, se debe a que las herramientas e infraestructuras necesarias se nos presentan como algo dado, ajeno y separado de nuestro trabajo, algo que no es nuestro y de lo que no nos debemos preocupar.

Que veamos emerger este conocimiento compartido con más claridad en una pareja que está criando que con los compañeros de trabajo es resultado del crecimiento de la alienación con la devaluación del trabajo, la automatización y la precarización.

Pero el fundamento común está ahí. El trabajo es siempre parte de un esfuerzo social colectivo que transforma el medio -social y natural-, nos transforma al ejecutarlo y genera un conocimiento que, cuando tiene una utilidad que transciende lo inmediato, construye un tipo de relación particular -la comunidad- entre los que colaboran.

Rechazo del trabajo y moral parasitaria

Identificar el trabajo con las condiciones de trabajo y las formas de vida asociadas a las expresiones más precarias de trabajo asalariado no es sólo un error de juicio. Presentar el rechazo a lo obsesivo y lo empobrecedor que pueden llegar a ser como rechazo del trabajo en general, sirve en realidad para dejar de lado y hacer invisible la posibilidad de organizar el trabajo colectivo -y por tanto, el trabajo social- de otro modo.

El resultado sólo puede ser una ideología insidiosa y lumpenizadora que el anarquismo francés ha teorizado con brutalidad pornográfica en textos que han sido verdaderos best sellers como La insurrección que viene. Allí podemos leer declaraciones como:

Admitimos la necesidad de ganar dinero, que importan los medios para ello, porque en el presente es imposible pasar sin él, pero no la necesidad de trabajar¹

Una ideología que, obviamente, sólo puede acabar en una moral abiertamente parasitaria.

Hay que ganar dinero para la comuna, de ninguna manera por ganarse la vida. Todas las comunas tienen cajas negras. Las combinaciones son múltiples. Además del RMI (salario mínimo de inserción), existen los subsidios, las bajas por enfermedad, las bolsas de estudios acumuladas, las primas obtenidas por los partos ficticios, los tráficos y muchos otros medios que nacen de cada cambio del control. (...) Lo que es importante cultivar, difundir, es esta necesaria disposición al fraude y a compartir las innovaciones. ²

Esta moral del pillaje y el parasitismo no sólo niega la posibilidad de que haya formas de organizar el trabajo -tanto colectivo como social- que sean liberadoras y enriquecedoras, las hace inviables con quienes la comparten. Esto es lo que los medios celebran en realidad cuando insisten en el rechazo del trabajo por los jóvenes.

Porque este discurso, supuestamente subversivo, está en realidad vacío de cualquier alternativa de futuro para la sociedad. No es casualidad que el siguiente libro escrito por el entorno que produjo La insurrección que viene, publicado durante la pandemia de Covid, se llamara Manifiesto Conspiracionista y proclamara que la sociedad es un concepto reaccionario.

Es la naturaleza de la moral, trae al presente un mundo futuro para el que se vive, y si en ese mundo imaginado no hay trabajo -ni asalariado, ni comunitario, ni cooperativo-, en el mundo presente hace imposible el trabajo colectivo. Como el trabajo social es el sustento de cualquier organización perdurable, el rechazo de la centralidad del trabajo sólo puede acabar en rechazo de la sociedad en general.

El falso comunitarismo

Las teorizaciones del rechazo del trabajo son un extremo de la lógica a la que lleva el rechazo de la centralidad del trabajo. Hay todo un espectro que en distintas medidas apunta hacia al mismo lugar. Ninguna aporta. Si donde el rechazo al trabajo se hace más extremo imposibilita el desarrollo comunitario, cuando no llega a tanto, obstaculiza. El resultado es toda la gama del falso comunitarismo, todos esos modelos, siempre los mismos, siempre con pretensiones de novedad, que, en mayor o menor grado, enfrentan construcción comunitaria y trabajo.

Income Sharing

La expresión más habitual de esta ideología, por influencia de las comunidades igualitarias de EEUU y el mundo anglosajón es el income sharring, la idea de que lo que define a una colectividad es «compartir ingresos».

El modelo tiene muchas variantes. La más clara es la comunidad urbana en la que todos miembros trabajan para empleadores externos encontrándose sólo al final del día y durante los fines de semana. En este caso es clara la pérdida de soberanía. Las empresas para las que trabajen cada uno de los miembros serán las que organicen la mayor parte del tiempo de sus vidas.

Si somos sinceros, este tipo de colectividades sólo pueden ser «comunidades de tiempo libre» porque para desarrollar su vida colectiva sólo les queda el tiempo que les «deje libre» al final del día el trabajo que hacen cada cual para otros.

Como la satisfacción de las necesidades de cada uno no surge del trabajo colectivo, las relaciones internas se mercantilizan necesariamente: al final se aporta fundamentalmente dinero, así que el balance entre «lo que aporto» y «lo que recibo» difícilmente dejará de estar presente.

Tarde o temprano la principal actividad colectiva no será otra que gestionar el dinero recaudado. La colectividad se convierte así en un espacio centrado en la discusión de los consumos sobre la base de unas necesidades que difícilmente podrán entenderse más allá de la suma de necesidades particulares por muy buena voluntad que le pongan todos. El resultado inevitable es una forma particularmente insidiosa de escasez artificial y una cancha abierta a las tendencias al control burocrático de las vidas de cada cual contra las que tendrán que luchar permanentemente.

De hecho, como vemos en las comunidades de EEUU, ni siquiera hace falta que la mayor parte de los miembros trabaje fuera. La concepción de la comunidad como algo sustentado sobre los ingresos compartidos, cuando la principal producción común es un huerto y una granja que tienen objetivos relativamente estables y no produce grandes avances en el conocimiento colectivo, ha tenido resultados similares.

A fin de cuentas podemos definirnos y relacionarnos con los demás por lo que hacemos con ellos (el trabajo) o por lo que «somos» (las esencias identitarias). Y cuando se abandona la centralidad del hacer juntos -y aprender y generar conocimiento común a partir de eso- el espacio lo acaba tomando la obsesión por la identidad y sus estereotipos. No ocurre sólo en el mundo comunitario, pero el hecho es que hoy las comunidades igualitarias anglo se zarandean al son de unas ideologías identitaristas que reducen los comuneros a representantes de comunidades imaginadas de raza, cultura o género y sustituyen el aporte por el ser auto definido por cada cuál.

Bonos de trabajo

Un clásico del colectivismo anarquista es exigir un aporte igual en horas de trabajo a los miembros, considerando que vale igual que ese tiempo sea dedicado a ganar un salario en el exterior, a actividades reproductivas (limpieza, cocina, etc.) o actividades con salida -al menos parcial- al mercado (guardería, huerta, etc.).

Todo hace aguas en estas versiones del viejo sistema de los bonos de trabajo. Llama la atención que, pretendiendo enaltecer e igualar el trabajo doméstico, lo mercantilice con tal de contabilizarlo. Pero sobre todo, que desaparezca la idea del carácter colectivo del trabajo y con ella la de un conocimiento colectivo que se construye sobre los objetivos y la experiencia común.

¿Sobre qué va a surgir el conocimiento colectivo? ¿Sobre las actividades de tiempo libre y los hobbies, así se basen en valores políticos y filosóficos profundos y compartidos por sus miembros? ¿Qué trayectoria tiene eso a largo plazo?

Como en el income sharing, al desaparecer el trabajo y la formación colectiva de conocimiento, la colectividad se convertirá tarde o temprano en un espacio centrado en la discusión de los consumos, abriéndose la puerta de par en par a aquello que menos puede satisfacer un anarquista, el control, las batallitas de poder y la burocracia.

No es casualidad que las únicas colectividades que permiten a cada cual determinar lo que necesita sacar del fondo común para satisfacer responsablemente sus necesidades personales, sin someterlo a «comités» ni fiscalizaciones son colectividades que viven de lo que producen colectivamente. Y no se trata sólo de colectividades pequeñas: por ejemplo, Nieder Kaunfungen, en Kasel, Alemania, tiene más de 80 miembros adultos (niños se cuentan aparte) desde hace casi cuatro décadas.

Comunidades de crianza

A caballo de los dos modelos anteriores, las comunidades de crianza, plantean el apoyo mutuo entre parejas en crianza como una alternativa al trabajo colectivo orientado a ganarse la vida en el mercado. Son un fenómeno característico de los países en los que las ayudas estatales a los padres permiten una separación, si quiera parcial, de la vida productiva. Normalmente, los padres toman trabajos de media jornada que complementan con ayudas públicas. Al compartir gastos hogareños con otros padres en iguales circunstancias, la renuncia a una parte de los ingresos salariales se compensa con las ayudas y la reducción de gastos per capita.

Parece un buen apaño. Pero, por si fueran ya poco obsesivos los modelos actuales de crianza niñocéntrica, eliminar en la medida de lo posible todo lo demás, sin producir nada conjuntamente, significa negar cualquier vía de desarrollo personal y colectivo de los miembros, más allá de su dimensión de padres.

Porque la crianza no es fundamentalmente un aporte a los demás ni al conjunto de la comunidad, ni siquiera cuando ese es el objetivo de su existencia. La crianza es aporte a los jóvenes y adultos que serán algún día los niños de hoy.

La cuestión es ¿Cómo va a aportar la crianza pertenencia y crecimiento a los padres? Mientras los niños no son iguales a los padres -es decir mientras son criados- no pueden. Sólo los iguales pueden darnos sentimiento de pertenencia y aporte. Y cuando dan el salto a la autonomía personal y la adultez, desaparecerá por definición el núcleo de crianza. No hay sujeto colectivo en este modelo que aporte pertenencia, ni siquiera es posible diferirlo en el tiempo. Tendremos compañeros habitacionales con los que compartimos ingresos y gastos, no un proyecto colectivo con objetivos comunes.

Da igual que la crianza se complemente con actividades en la comunidad más amplia (culturales, sociales, etc.), el propósito comunitario desaparece cuando desaparece la centralidad del trabajo.

Variantes

Existen variantes de lo más diverso a partir de estos modelos. Desde la clásica comuna de artistas hasta el coliving de ingresos compartidos en el que cada uno desarrolla una actividad orientada a mercado por su cuenta.

El elemento común que mina a todos por igual es que en el momento en el que el trabajo colectivo pierde la centralidad -normalmente para no tomar la responsabilidad de salir juntos al mercado- desaparecen el objetivo comunitario y el aprendizaje en común. Y la colectividad acaba viendo resquebrajarse sus metabolismos de aporte y pertenencia.

Por qué necesitamos salir al mercado

Aunque eso que unos llaman cuidados y otros trabajo reproductivo sea parte del trabajo social, no basta. Por algo, aunque las tensiones hacia su mercantilización sean permanentes, ha podido quedar relativamente al margen del mercado. Desde la perspectiva comunitaria, ni genera conocimiento colectivo socialmente nuevo, ni genera aporte más allá de las puertas domésticas.

Y cuando lo hace -si vendemos por Internet nuestros chorizos artesanos, si abrimos un restaurante o si nos dedicamos a escribir libros de cocina, crianza o trucos de limpieza- es porque al aceptar el salto al mercado, se incorpora plenamente al trabajo social y nos permite organizar su producción como un objetivo comunitario y no como una forma de sastisfacer una necesidad exclusivamente nuestra.

El aprendizaje importante de todo ésto es que, a no ser que se trate de una comunidad survivalista que pretenda una autarquía total en el aislamiento de la sociedad, necesitamos aportar colectivamente al trabajo social para tener finalidad y sentido, que es lo que nos permite desarrollar un entorno de aporte interno, y en una sociedad capitalista eso sólo puede hacerse a través del mercado.

Es decir, la centralidad del trabajo nos lleva, mientras sigamos en el marco de la sociedad actual, a abrazar el trabajo orientado a mercado como una parte central de la vida comunitaria.

¿Es posible hacerlo sin convertir el éxito en el mercado en el fin principal de las vidas de los miembros? Las cooperativas de trabajo bajo el modelo maximalista, son una forma de hacerlo. Representan la posibilidad de construir una base económica sostenible y duradera en el tiempo sin convertirse en una mera cuadrilla terciarizada; expresan cómo unir construcción comunitaria real aportando significativamente a la comunidad mayor y generando conocimiento socialmente útil.

Sin embargo, como todo modelo confrontado a la realidad social, tiene límites que hacen que no sea «para todo el mundo». La principal: no hay lugar para temer, rechazar o intentar esquivar el trabajo destinado al mercado sin negar todo lo demás. Aunque en realidad, si lo pensamos, en los demás modelos, tampoco.

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