¿Qué es trabajo?
Antes de nada una advertencia: trabajo no es lo mismo que trabajo asalariado y a muchos de nuestros efectos es, en realidad, lo contrario.
El trabajo asalariado es el que se realiza en horas de uso de nuestras capacidades físicas e intelectuales que previamente hemos vendido a otro u otros. El trabajo asalariado es un tipo particular de forma de organizar el trabajo de una sociedad, una forma que no existe «desde siempre» ni es más ni menos «natural» que la esclavitud, la servidumbre o el trabajo servil.
Por contra, el trabajo en general, es toda transformación intencionada del medio social o natural. Trabajo es lo que hacemos para cambiar nuestro entorno y producir algo socialmente útil, es decir, útil desde el punto de vista de la sociedad en la que vivimos.
Tiene por eso una característica importante: el trabajo es siempre social. La labor del pescador solitario no es trabajo cuando pesca sólo para sí. Es trabajo cuando su objetivo es compartir su captura con otros sea porque vendió esas horas a un patrón y tiene que entregarle lo pescado, sea como parte de las obligaciones de un comunal -el pescador que lleva la pesca a casa para que cenen sus hijos-, sea como una donación o como una mercancía que venderá en la lonja.
Y aquí es cuando la cosa se pone interesante, porque con cualquier ejemplo vemos ya que el trabajo no es algo puntual. Cada sociedad y cada grupo humano se organizan en realidad en torno a un conjunto de formas y relaciones que sirven para que el conjunto del trabajo -el «trabajo social»- satisfaga las necesidades colectivas. En primer lugar aquellas que se consideran tales porque si no se satifacen, el sistema social no alcanzaría sus fines: el siervo «tiene que» producir lo suficiente como para mantener a sus señores sin que estos trabajen, el asalariado «tiene que» contribuir a las ganancias de la empresa o ésta cerrará, etc.
Se espera además del trabajo social que satisfaga el grado más alto posible de las necesidades humanas universales, desde las alimenticias a las culturales pasando por las sanitarias. Y dentro de estas necesidades universales, especialmente las más básicas para la supervivencia de cada uno: comer, beber, protegerse de la intemperie, recuperarse del esfuerzo, etc. No suele considerarse exitoso -ni sostenible para sus dirigentes- un sistema social que es incapaz de asegurar razonablemente la supervivencia de la mayor parte de sus miembros.
Es decir, las distintas sociedades y los modos de organización económica que le dan sustento y los condicionan se estructuran en torno a la organización del trabajo social. La centralidad del trabajo no es un «deber ser», ha sido y es la realidad de toda sociedad humana.
Trabajo, aporte y conocimiento
Lo que suele llamarse «naturaleza humana» tiene poco de natural y mucho de histórico, ha cambiado conforme cambiaban los requerimientos de la forma particular que la organización del trabajo tomara en cada época y lugar. Sin embargo, si ha habido una constante en la personalidad de los humanos individualmente tomados durante los últimos 350.000 años ha sido sentir la necesidad de pertenecer, de ser parte de la comunidad que aseguraba su supervivencia. La forma de sentir y desarrollar esta pertenencia es el aporte. Nos sentimos parte de un colectivo o una comunidad no tanto en función de lo que recibamos de ella, sino en función del aporte que se nos reconozca y en el que nos reconozcamos.
Dicho de otro modo, queremos ser útiles, queremos sentir que nuestro trabajo sirve a los que nos rodean. Necesitamos sentir que el trabajo que hacemos es útil para nuestras familias y entorno. Todo él, desde fregar el suelo o encalar la casa al que realizamos para una empresa que nos paga un salario que luego aportamos al comunal familiar.
El trabajo colectivo además genera conocimiento. Al transformar nuestro medio social y natural aprendemos más sobre él. Y lo aprendemos con otros, el conocimiento generado es también algo colectivo. A escala social la ciencia y el conocimiento que una sociedad genera y aprovecha se relaciona de forma directa con sus capacidades productivas. Si algún individuo va más mucho más lejos difícilmente su aporte tomará vuelo. Ahora podemos complacernos con el carácter futurista y «visionario» de las máquinas voladoras de Leonardo de Vinci o el atomismo de Epicuro, pero en su época no había cómo transformar ninguna de ambas propuestas en base de nuevas actividades humanas.
Trabajo en común vs «income sharing»
Ahora unamos las piezas poniendo el foco en una colectividad.
Empecemos por lo más básico, si el trabajo es el centro que articula la vida comunitaria, es el único caso en que podemos decir realmente que es la propia colectividad la que se organiza. Porque, si no, ¿qué alternativas hay?
La principal: las comunidades de «ingresos compartidos». En ellas los miembros trabajan para otros pero entregan sus salarios totalmente o en una parte significativa a un fondo común para su gestión colectiva.
Esto tiene inconvenientes graves:
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Las empresas para las que trabajen cada uno de los miembros serán las que organicen la mayor parte del tiempo de sus vidas. Nada más y nada menos que cuarenta horas semanales más transportes... como mínimo. Es decir, si somos sinceros, este tipo de colectividades sólo pueden ser «comunidades de tiempo libre» porque para desarrollar su vida colectiva sólo les queda el tiempo que les «deje libre» al final del día el trabajo que hacen cada cual para otros.
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El campo para el aprendizaje colectivo y los aportes de cada uno se estrechan y con ellos el comunal y las posibilidades de pertenencia y «realización personal». ¿Sobre qué va a surgir el conocimiento colectivo? ¿Sobre las actividades de tiempo libre y los hobbies, así se basen en valores políticos y filosóficos profundos y compartidos por sus miembros? ¿Qué trayectoria tiene eso a largo plazo?
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Tarde o temprano la principal actividad colectiva no será otra que gestionar el dinero recaudado. La colectividad se convierte así en un espacio centrado en la discusión de los consumos sobre la base de unas necesidades que difícilmente podrán entenderse más allá de la suma de necesidades particulares por muy buena voluntad que le pongan todos. El resultado inevitable es una forma particularmente insidiosa de escasez artificial y una cancha abierta a las tendencias al control burocrático de las vidas de cada cual contra las que tendrán que luchar permanentemente. No es casualidad que las únicas colectividades que permiten a cada cual determinar lo que necesita sacar del fondo común para satisfacer responsablemente sus necesidades personales, sin someterlo a «comités» ni fiscalizaciones son colectividades que viven de lo que producen colectivamente. Y no, no somos sólo los maximalistas, ni estamos hablando de colectividades pequeñas: por ejemplo, Nieder Kaunfungen, en Kasel, Alemania, tiene más de 80 miembros adultos (niños se cuentan aparte) desde hace casi cuatro décadas.
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Como la satisfacción de las necesidades de cada uno no surge del trabajo colectivo, las relaciones internas se mercantilizan necesariamente: al final uno aporta fundamentalmente dinero, así que el balance entre «lo que aporto» y «lo que recibo» difícilmente dejará de estar presente.
¿Hacian falta tantas alforjas para un viaje en el que al final toda la colectivización se reduce a una especie de «gran impuesto» sobre el salario? ¿Todo esto era para reinventar el famoso «modelo nórdico» con menos medios y seguir trabajando como asalariados?
El sistema de «ingresos compartidos», «income sharing», es un hijo del 68 que sigue siendo el elemento definitorio común de las comunidades igualitarias estadounidenses surgidas de aquel movimiento... y sigue estando en la base de sus problemas y dificultades, agravadas ahora por la ola identitarista de la izquierda de aquel país. A fin de cuentas podemos definirnos y relacionarnos con los demás por lo que hacemos con ellos (el trabajo) o por lo que «somos» (las esencias identitarias). Y cuando se abandona la centralidad del hacer juntos el espacio lo acaba tomando la obsesión por la identidad y sus estereotipos. No ocurre sólo en el mundo comunitario.
Por este lado del mundo el «income sharing» se convirtió en «novedad» con el boom de los kibutz urbanos de profesores y trabajadores sociales israelíes; y en los países nórdicos cobró relevancia con la aparición de grandes colectividades centradas en la crianza de los hijos de los miembros, pequeños pueblos ecológicos y pedagógicos que recavan un «impuesto» de alrededor del 80% sobre los ingresos de sus miembros.
El sistema de «comunidad de ingresos compartidos», forma parte de una tendencia, de la que es parte también la «cooperativa de vivienda en régimen de cesión de uso» que propone supuestas novedades que son, en realidad, «despieces» del modelo de la colectividad «clásica» o maximalista.
El problema de todos estos despieces es que orillan aquello que da sentido material y alimenta el desarrollo de conocimiento que define a cualquier comunidad humana: el trabajo colectivo.
Por eso, renunciar a la centralidad del trabajo colectivo es casi equivalente a renunciar a que haya una oportunidad de aporte y pertenencia a largo plazo para cada uno. Por eso, incluso en una colectividad de jubilados, como Trabensol, en la que por definición el trabajo para la consecución de ingresos está fuera de lo posible, el centro de la vida colectiva y del día de la mayoría de miembros está en el huerto.