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La esperanza comunera en el arte reproducido en masa

En nuestras paredes -y sobre todo en nuestros archivos- tenemos casi un centenar de carteles originales y cartones para postales que reflejan las esperanzas ligadas al trabajo cooperativo en la segunda mitad del siglo XX.

La esperanza comunera en el arte reproducido en masa
Contenido

El principio del colapso civilizacional y la esperanza

En nuestro libro sobre la Historia de las colectividades llamamos a la segunda mitad del siglo XX el gabinete de los horrores. Es la época dorada del cooperativismo clerical, el boom de las comunas sesentayochistas, el vaciamiento gerencialista del kibutz... todo lo que acaba confluyendo y gestando la era neoliberal y las privatizaciones de los comunales, kibutz y cooperativas de los noventa.

Sin embargo, los cincuenta, sesenta y setenta son también el momento álgido del desarrollo del kibutz. Son las décadas en que el número de kibutz llegarán a su máximo y en que se industrializan colectivamente. El movimiento kibutziano llega al máximo también de su globalización: los distintos asentamientos reciben miles de jóvenes de todo el mundo cada año dispuestos a llevarse la experiencia de vuelta a sus países.

Los setenta son los años en los que se producen las primeras huelgas que plantean abiertamente la recuperación de las fábricas por sus trabajadores constituidos en cooperativa de trabajo. El cooperativismo de trabajo es tema en Europa y las nuevas constituciones, como la española, lo incluyen como pilar de su modelo económico.

Incluso los ochenta tienen algo más que la derrota de las grandes huelgas y el ascenso del thatcherismo en Europa y con él de la desindustrialización. En mayo de 1988 la perestroika gorbachoviana rescata a las cooperativas de trabajo limpiando la legislación stalinista que las somete a la dirección de burócratas estatales. Es un intento agónico de rescatar un sistema económico en colapso a base de devolver a los trabajadores la iniciativa de la innovación y la producción. El cartel de 1988 que ilustra este tema deja claro el enfoque y la angustia del poder totalitario ruso:

Recuerda: Cooperativismo es máxima iniciativa, mínimo coste

Y, por lo mismo son años de esperanza, de búsqueda a tientas de un nuevo curso.

La contradicción y la profecía funesta del cartelismo del periodo

Lo que más llama la atención cuando investigamos los carteles de esa época es el contraste entre el estilo de las obras y el trabajo de sus autores cuando firman como tales, a pesar de la supuesta libertad creativa que se les otorgaba según las instituciones que se los encargaron.

El autor del cartel de arriba, Sergei Chaikun, recuperó en sus carteles la estética constructivista con homenajes constantes a Mayakovski y El Lissitsky, como si quisiera resucitar el espíritu del cartelismo revolucionario y la nueva tipografía del periodo anterior a 1927. Y sin embargo su estilo en esa época y después, oscilaba entre una temática ónirico-surrealista y el uso de técnicas puntillistas e impresionistas para hackear el llamado realismo socialista.

No es sólo en Rusia, si vamos a Israel la contradicción entre los autores y su obra no es menor. Tomemos dos de los carteles más icónicos del periodo: En el kibutz y ¡A Galilea!.

El autor, Barak Nachsholi, es uno de los primeros en acercarse al expresionismo abstracto en Israel, muy lejos del discurso naif y la estética luminosa de esta representación que intenta transmitirnos la supuesta inocencia, casi infantil, del ideal comunal kibutziano.

El autor de ¡A Galilea! es Shlomo Zafrir, conocido por sus cuadros de pesado e inquietante estilo neo-cubista.

En los tres casos -y podríamos poner decenas de ejemplos más sólo en nuestra colección- la contradicción entre los carteles y la obra personal del autor es lo que realmente nos ilumina el periodo. Lo que estamos viendo es la contradicción entre un mensaje público que busca despertar una esperanza socializante y comunitarizante y las instituciones que lo emiten (el partido-estado stalinista, el Fondo Nacional Judío) que, aunque reivindican una continuidad con otra época y valores (la Revolución Rusa, la segunda Aliá) son a esas alturas todo lo contrario.

Implícita en esa contradicción había una profecía funesta: las nuevas cooperativas de trabajo gorbachovianas acabaron sirviendo de escuela de negocios a una parte de los futuros oligarcas con orígenes sociales en la burocracia que se presentaron entonces como gerentes; la migración dominante en Israel desde los sesenta y especialmente tras la guerra del Yom Kipur, la que migró cuando esos carteles se mostraron en sus comunidades diaspóricas, ya no compartía el sueño del socialismo constructivo.

Los viejos modelos heredados -el kibutz israelí, la cooperativa de trabajo socialista europea, la comunidad intencional estadounidense- estaban agotándose. Su invocación remitía ya al recuerdo y la nostalgia de otro periodo, anterior a 1937, en el que los sujetos sociales y su composición eran muy diferentes.

Un destello más allá del cartelismo

Moshe Kagan, pintor y kibutznik, fue durante aquellos años el autor de los calendarios y postales de año nuevo más populares de Israel.

No hay nostalgia en sus acuarelas. En ellas el pasado terrible se difumina en brumas de color que exaltan el resultado del Trabajo sobre la Naturaleza, transmitiendo no la épica de la conquista sino la placidez de la abundancia sabática.

Cuando trabajó otras técnicas que fuerzan al contraste de color, como las vidrieras, se revela sin embargo, un mensaje de fondo que no rompe con la armonía tranquila de sus otras composiciones: la centralidad de la persona y cómo esta toma sentido en el hacer y en la creación comunitaria de abundancia.

En las paredes maximalistas hay media docena de pequeñas acuarelas de Kagan y un cuadro de gran formato: «Un rincón en Safed», que transmite esa mezcla comunera típica de intimidad, colectividad y sentimiento de logro sin ceder un ápice a la melancolía ni la nostalgia. Las figuras no evocan la épica, sino el disfrute tranquilo. El comunero se enfrenta a la gran obra colectiva y no siente lo sublime, sino simple satisfacción. Kagan, con sus calendarios y postales es el primero en explorar un nuevo mapa de sentimientos que seguramente pueble el imaginario del mañana.

Autobiografía de Moshe Kagan

En una entrevista en 2010, cuando tenía 88 años, cuenta a grandes pinceladas su vida con la misma sencillez, con el mismo tono cálido y naif con el que realizó la mayor parte de sus acuarelas y litografías

Pinto casi desde que tengo memoria. La razón: nací en una ciudad encantadora que tenía un paisaje con castillo y un pueblo en el fondo de un estrecho valle. Vivía cerca de una montaña cubierta de bosques donde solía correr hasta alcanzar el fin del bosque donde estaba el castillo.

Tras el pacto Molotov–Ribbentrop y hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la ciudad fue anexionada por la Unión Soviética, que comenzó un régimen de opresión. En 1940 viajé a la ciudad petrolera de Bakú, cerca del mar Caspio, donde trabajé como protésico dental, una profesión que aprendí durante mis estudios. También pinté, incluso a líderes de la URSS, lo que me permitía ganar suficiente dinero como para mandar a mis padres.

Cuando la ofensiva nazi sobre la URSS comenzó en 1941, mi situación empeoró porque era un «elemento inseguro» y fui exiliado a la ciudad portuaria de Krasnovodsk en Turkmenistán. Intenté escapar de ahí hacia Irán con soldados del ejército polaco de Anders, pero fue inutil.

En 1941 mi ciudad fue conquistada por Alemania y los judíos encerrados en un gueto. En 1944, la URSS liberó mi ciudad del horror nazi. Cuando se ensambló el ejército democrático polaco en 1943, me uní a sus filas como explorador y luché en él hasta que tomamos Berlín. Fue entonces cuando descubrí que mi familia había perecido en el Holocausto.

En 1946 fui licenciado del ejército y me uní a las filas de Hashomer Hatzair durante su reconstitución. Emigré a Israel en 1948 y me uní al Kibutz Shamir, donde vivo con mi familia hasta el día de hoy.

En nuestras paredes › Tema 6

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