Materialidad del trabajo e idealismo de su organización
La centralidad del trabajo no es una opción, es un hecho
Todas las sociedades humanas desde que apareció nuestra especie, hace 350.000 años, tienen la misma razón de ser: producir socialmente lo preciso para satisfacer las necesidades de la existencia de los humanos que conforman esa sociedad y la continuidad de la sociedad misma en la que se organizan.
De forma general eso significa que la sociedad humana antes que cualquier otra cosa es, ha sido y será siempre -con independencia de la estructura que tome, los intereses que prime y la ideología con que cada modelo social se entienda a sí mismo- una forma de organización del trabajo social.
El «idealismo» filosófico
Desde hace unos 10.000 años la organización del trabajo social no toma conscientemente una forma social. Existen grupos, clases sociales, que hace suya la organización del sistema productivo y la usufructúan a su favor. Su razón de ser es organizar el trabajo y la sociedad con él.
Como es lógico, estas clases que organizan la producción sin ser parte directa de ella -no trabajan sino que organizan el trabajo de los demás- no entienden el mundo desde el trabajo. El trabajo para el que está al mando es lo que ocurre de forma natural tras un hágase. Se ven a sí mismos como la fuerza creativa de la sociedad sin la que nada existiría. Y es verdad que dado un orden social, si ellos no dicen un hágase nuevo, difícilmente ocurrirá nada diferente en la producción. Toda la sociedad está organizada para concentrar las posibilidades de transformación del sistema en los que lo dirigen.
Llevada esa idea al límite, el origen de todo, lo que crea el mundo, no puede ser más que la palabra creadora del último amo/jefe/CEO a cargo, el famoso logos de los platónicos y los teólogos. A esa forma de pensar en la que el deseo creador genera realidad, es a lo que en Filosofía se llama idealismo.
A lo largo de los milenios el idealismo ha tomado todas las formas y desarrollos posibles, y todavía hoy nos acompaña en las argumentaciones cotidianas a las que no prestamos ni siquiera atención porque son parte de la cultura social. Pero al final, todo remite al mismo lugar: ¿qué crea lo socialmente existente? ¿El trabajo o el deseo y la imaginación de los que organizan el trabajo ajeno?
Cómo llegó la Economía a ser consumo-céntrica
En sociedades en las que la organización del trabajo social y la distribución de excedentes se producía mayoritariamente por medios extraeconómicos, los que organizaban el trabajo social no necesitaban un conocimiento especializado sobre la Economía. Todo era mucho más simple: diezmos, impuestos, trabajo obligatorio en la tierra de los señores...
La Economía, entendida como un conocimiento sistemático de la organización productiva (cuánto trabajo se dedica a qué y cómo) y distributiva (como se reparte el excedente y el trabajo necesario para crear nuevos medios dedicados a producir) sólo se convirtió en una necesidad para el gobierno de la sociedad cuando la mayoría del trabajo social se pasó a organizar por medios económicos (intercambios voluntarios) aparentemente espontáneos (dadas unas condiciones previas y una organización de la propiedad determinada).
Los primeros economistas tienen claro su objetivo: el valor, es decir el excedente producido y su reparto. Y también de dónde sale. Por eso sus teorías del valor se llaman teorías del valor-trabajo. Tienen que casar ésto con la negación de existencia de explotación y con la supuesta voluntariedad de los intercambios que los haría justos e igualtarios. El resultado será una verdadera teodicea y una primera afirmación moral del capitalismo. Pero eso es otra historia.
Lo interesante ahora es que para una clase por naturaleza idealista, por mucho idealismo filosófico que cargaran las herramientas y argumentos de Smith, Malthus o Ricardo, la centralidad del trabajo que se desprendía del edificio ideológico que estaban construyendo, la Economía Clásica, no era plato de gusto.
Pero... y si ¿La Economía se tomaba por el otro lado, es decir, por el de la satisfacción dando por hecho o ignorando directamente que para que una necesidad pueda ser satisfecha hay que producir algo antes y por lo tanto organizar y coordinar trabajo social? O mejor aún, ¿organizando el aparato argumentativo para que la producción aparezca como el resultado espontáneo y eficiente del deseo humano?
El resultado de esa operación, muy tardía, es lo que se llamó Revolución Marginalista y configura el fundamento de lo que se estudia en cualquier facultad de Economía todavía hoy.
Es una arquitectura en la que se parte de la Utilidad, una función inconcretable que agrupa los deseos de cada individuo, ordenándolos de alguna manera desconocida. En realidad más incognoscible que desconocida, porque todos los intentos de crear sistemas coherentes de agregación de preferencias sólo han resultado en teoremas de imposibilidad, pero bueno... es sólo un argumento para soportar lo que se puede medir: el consumo.
Desde un punto vista lógico es un edificio insoportable, una chapuza conceptual por la que se pasa rapidamente en los primeros cursos de carrera y que pone un techo muy bajo, fundamentalmente empírico y extremadamente limitado, a lo que la Ciencia Económica institucionalizada puede alcanzar a entender.
De hecho, ni siquiera puede llegar a comprender la naturaleza social del dinero y el capital: Keynes y a su modo Schumpeter, que fueron los que llegaron más lejos sin enfrentar directamente el paradigma consumista, ni siquiera pudieron fundar sus análisis en sus fundamentos y los intentos teóricos posteriores fracasaron estrepitosamente. Nadie recuerda ya las toneladas de artículos y papers que perseguían la fundamentación microeconómica de principios macroeconómicos, pero llenan las partes más oscuras de las bibliotecas y archivos universitarios.
Es más, lo que suele considerarse la pieza más importante de Teoría económica del siglo XX, la demostración por Arrow del modelo de equilibrio general, es decir, la demostración de que los mercados hacen un uso eficiente de los recursos, es en realidad lo opuesto. Lo que Arrow demuestra es que la eficiencia de los mercados es sólo posible bajo una serie de condiciones tan restrictivas que son imposibles de verificar incluso en una economía de juguete. Se trata de restricciones tan básicas como la ausencia de costes de transacción. Es decir, el equilibrio general de los mercados sólo será eficiente si la confianza de cada actor en todos los demás sea absoluta y que no haya costes derivados de alinear a los agentes o riesgos en los acuerdos. El sistema sólo puede funcionar eficientemente donde no sean necesarios contratos.
Así que lo que demostró Arrow y por lo que le dieron el Nobel de Economía en 1983 es la inconsistencia lógica y la inaplicabilidad al mundo real de todo el edificio Neoclásico, es decir del intento de fundamentar la empírica macroeconómica en una visión marginalista, consumo-céntrica de los procesos de decisión individual de los agentes económicos.
¿Qué sociedad pretende el discurso de la Teoría Económica?
Pero, aunque sea una chapuza, el consumo-centrismo cumple su función principal: casa la visión del mundo de los que organizan el trabajo social con las herramientas de medición que utilizan y una cierta comprensión de las consecuencias inmediatas de sus decisiones sobre los indicadores que manejan: precios y producción.
Y sobre todo, desde el punto de vista de lo que nos interesa en este artículo, permite invisibilizar la organización del trabajo y sacarla artificiosamente del centro del sistema productivo. Y al hacerlo, legitima lo que es hoy en día el principal objetivo de todo buen gerente: devaluar el trabajo concreto de los trabajadores que emplea.
No es sólo que el relato consumo-céntrico de la Economía sea funcional a la devaluación del trabajo. Era previsible por otro lado, es una teoría de parte. Es que, a su modo y por las propias restricciones de partida del modelo, alimenta un patrón cultural, una moral, socialmente dañina y con consecuencias políticas. Vayamos paso a paso.
En la base de todo el constructo teórico está la concepción del individuo como sujeto deseante soberano o al menos autónomo. Sin eso no puede ser un maximizador de Utilidad a través del consumo.
Lo comunitario -de la familia al interés social- se abstrae del modelo, por mucho que sea el marco de decisión de la gran mayoría de las personas en la gran mayoría del mundo. Todo intento por reintroducirlo a través de la misteriosa función de Utilidad o de correcciones en la lógica benthamita maximizadora, como propuso Amartiya Sen -lo que le valió un Nobel-, fracasan porque dado el carácter indefinido de la función de Utilidad, el modelo conduce siempre al mismo lugar con independencia de cómo sea ésta.
¿Qué se deriva entonces del modelo? Que para que el sistema funcione, lo comunitario es un estorbo. Cuanto mayor sea la atomización e independencia de cada individuo respecto a todos los demás, mejor funcionará el sistema. Es más, cuanto mayor sea el ámbito de lo sujeto a la lógica de intercambios, precios y competencia entre individuos, más eficiente será el resultado social. Dicho en plata: cuanto mayor sea el ámbito de lo mercantilizado, mejor para todos.
Este es un camino abiertamente antisocial pero que está en la base de las principales propuestas no sólo de las distintas sectas anarco-capitalistas, sino de corrientes que han conseguido establecerse ya como ramas del pensamiento económico académico como la Economía feminista. Mercantilizar las relaciones sexuales y reproductivas, poner precio al trabajo doméstico y los llamados cuidados, etc. no son exageraciones teóricas en éste marco, sino consecuencias lógicas del modelo.
Para lo que sirve el modelo consumo-céntrico es precisamente para guiar al estado sobre cómo resolver objetivos por medios de mercado, lo que implica reforzar lo que el modelo de una economía de intercambios generalizados necesita para ser eficiente si se casa con la perspectiva consumo-céntrica marginalista: azuzar el individualismo, la competencia interpersonal y la atomización social.
La Teoría Económica del consumo a la identidad
El problema del avance del individualismo y la atomización es que aliena a la persona de su propio entorno y hace imposible satisfacer su necesidad de pertenencia.
La comunidad, en los humanos, es una necesidad material que nos condiciona y da forma como especie desde antes aún de existir como Homo Sapiens. Eliminarla o al menos contrariarla a través de las políticas públicas y los mensajes culturales por su ineficiencia, genera un vacío generalizado que se paga en pérdida de propósito vital, salud mental y bienestar. Por eso cuanto más atomizada es una sociedad más hambre de comunidad expresa y más la idealiza.
La respuesta fácil dentro del modelo consumo-céntrico tiene dos únicas vías:
- Redefinir lo que significa comunidad para convertirlo en una forma afinidad resultante de compartir patrones de consumo. Sea consumo de bienes y servicios, de patrones culturales grupales, de ideas o de una combinación de todas las anteriores. Son las identidades electivas, ideológicas y consumistas.
- Redefinir comunidad al modo romántico, como el resultado de una identidad basada en cosas que no elegimos, sea el sexo, la raza, la nacionalidad o, incluso la lengua. Son las identidades esenciales.
Ese movimiento, que ha dado forma a prácticas sociales y nuevas ideologías desde los noventa, ha tenido su reflejo en en la Economía académica.
- Las identidades electivas entraron en la Teoría Económica ya en 1966 de la mano del profesor de Columbia, Kevin Lancaster, para redefinir la Microeconomía en sociedades sofisticadas ahondando el marginalismo consumo-centrista. Fue un camino que tuvo cierto eco pero que se abandonó a partir de los ochenta, cuando poco a poco, otro tipo de identidades fueron tomando peso entre los microeconomistas.
- Y es que las identidades esenciales tuvieron su primera aproximación sistemática de la mano del ganador del Nobel en 1992, Gary Becker en sus trabajos sobre la discriminación en el mercado laboral. Pretendía demostrar -lo que conseguía con ciertas restricciones en el modelo bien anegadas en matemáticas para las que contrató a un matemático profesional- que la discriminación de un grupo, reduce también los salarios del grupo supuestamente privilegiado tras la exclusión. Luego llegó el intento de Akerlof, publicado el año antes de recibir el Nobel, de definir, sobre la base marginalista una Identity Economics en la cual la famosa función de Utilidad se ponderaba con una variable de pertenencia identitaria. Y en 2008 la crítica de Paula England al androcentrismo del modelo Neoclásico que profundizaba el modelo marginalista para adaptarlo a la perspectiva identitaria feminista.
Es decir, la Teoría Económica respondió a las contradicciones del individualismo que daba por base, acercando la noción que tenía de las preferencias y la utilidad (las necesidades percibidas) a la noción que de la identidad tiene el identitarismo. Dicho de otro modo, radicalizando su chapucera perspectiva consumo-centrista para darle una capa identitaria que no mermara su vocación atomizadora.
Entender el aparato económico de la sociedad desde el trabajo para poder poner en el centro de los objetivos sociales la satisfacción de las necesidades humanas, nos exige construir nuevos fundamentos. Podemos estar prácticamente seguros que no saldrán de unas facultades de Humanidades que, como afirma Le Goff, desde su origen son talleres de los que salen ideas, como mercancías... al gusto de quien las paga.