La dieta como base de una identidad colectiva: un viejo truco
El judaísmo antiguo
El uso de las restricciones dietéticas como parte del sistema de dominación no es nada nuevo. Hace ya décadas que la crítica arqueológica de la Biblia eliminó las pretensiones de racionalidad sanitaria de las disposiciones sobre el tratamiento de alimentos de la Torah.
Al parecer es un accidente histórico el que lleva a la monarquía teocrática a apoyarse en los habitantes de las tierras altas de Judea y definir lo correcto, lo kosher, a partir de la cultura local como forma de evitar la influencia de las ciudades costeras. La dieta -producto a su vez de las condiciones económicas y medioambientales- es uno de los principales hechos diferenciadores de este grupo particular. Los sacerdotes de Jerusalem la traducen en más de 300 reglas que codifican en la Torah, una verdadera política dietética.
Al convertir la particularidad dietética local en canon religioso, la casta sacerdotal creará dos mecanismos de control social particularmente importantes para la conservación y desarrollo de su poder: una identidad colectiva... y un sistema impositivo.
La identidad era la verdadera innovación, un nosotros reafirmado cotidianamente sin necesidad de particular vigilancia doctrinal. Esto le servirá para mantener el control sobre sus súbditos durante los periodos en que la monarquía jerosolomitana sufra pérdidas territoriales o durante los exilios, pero también servirá como medida de la expansión territorial del poder ideológico de la nobleza teocrática, que implícitamente marcaba los límites potenciales de la monarquía ligada a ella.
Además, la teocracia del Templo tendrá así una herramienta para absorber y homogeneizar ideológicamente poblaciones. Esto aparece de refilón en los evangelios cristianos cuando se muestra como el término nazareno conllevaba en la época una sombra de duda sobre la autenticidad del judaísmo de los galileos.
La batalla de fondo, que puede parecer anecdótica pero no lo era en absoluto en sus repercusiones económicas y políticas, se debía a que el Deuteronomio había prohibido mezclar carne y leche (no comerás al ternero en la leche de su madre). Pero el plato típico de los galileos combinaba pollo y leche.
Acabar con esta práctica gastronómica, que como toda costumbre de este tipo implicaba una cierta estructura productiva, se convirtió en el principal objetivo político del poder teocrático en la región hasta que las élites sacerdotales desaparecieron con la destrucción del templo de Jerusalem en el año 70.
No hay identidad creada desde el poder que sea inocente. Basar la pertenencia al pueblo sobre un signo exterior reconocible y al mismo tiempo enraizado en la estructura productiva, dio oportunidad a la nobleza del templo para organizar en torno a la alimentación un sistema general de exacciones, más o menos voluntarias según la época y el contexto político.
El control religioso de la identidad a través de la dieta se convertirá en el control sacerdotal sobre matanzas y sacrificios. Y este control sobre las proteínas se convirtió en la principal fuente de rentas de la nobleza teocrática.
Identidad medieval y dieta
En el ocaso del esclavismo y el ascenso de la feudalidad, la competencia entre judaísmo, islam y cristianismo impactará en la política dietética de las clases dirigentes. Los tres grandes aparatos ideológicos, que confluyen y chocan en la península Ibérica, la costa levantina del Mediterráneo y el sur de Italia, desarrollarán políticas e ideologías sobre la alimentación en competencia y conflicto entre sí.
Conforme el sistema de segregación urbana se profundice y extienda a partir del siglo XII, el cristiano de la península ibérica tendrá por bandera el cerdo -alimento prohibido para islam y judaísmo- al punto de generar a partir del siglo XIV toda una gastronomía de la confrontación en la que una dieta que exalta y exagera el uso de los derivados del cerdo se convierte en profesión de fe. Es la época de los Duelos y quebrantos, por ejemplo, el plato que Cervantes hará comer más tarde al Quijote como muestra de su cristianismo viejo.
Cada uno de los tres aparatos generará innovaciones propias en política dietética que tendrán trascendencia posterior y se incorporarán al arsenal ideológico-político del mundo medieval.
El judaísmo medieval, cuyo centro intelectual estará en el Al Andalus, establecerá por primera vez una justificacion racionalista de las prohibiciones y la política dietética.
La más importante e innovadora: la asociación con la salud. En su Guía de perplejos, Maimónides afirma:
Todo lo que nos prohibió la Torá con respecto a los alimentos es también dañino para nuestro cuerpo
Para el erudito cordobés la salud del cuerpo social formado por las juderías del mundo y la salud física de los judíos individuales confluyen nada sorprendentemente en el cumplimiento de la Torah.
Empiezan así los intentos de racionalización de la dogmática religiosa, pero también y en primer lugar la asociación entre el establecimiento político de restricciones alimentarias y salud pública, otro temazo.
El lado musulmán no dará menos protagonismo al control dietético. Con las invasiones almohades y almorávides reaparecen las políticas de islamización. Pero si tradicionalmente habían pivotado sobre la Yizia, el impuesto religioso, y aparejado con él, el acceso a oportunidades económicas, bajo los nuevos dominadores integristas la política dietética cobrará centralidad.
Al menos en dos ocasiones se establecerá la obligatoriedad del halal, se prohibirá la cría de cerdos y -durante poco tiempo- el cultivo de la vid. La batalla contra la nueva política dietética será duramente librada por mozárabes cristianos -que recuperarán el vino bajo la excusa litúrgica- y rabinos judíos, que mantendrán puertas adentro las matanzas, especialmente de aves, de ahí su protagonismo en la gastronomía sefardí.
Si miramos hacia la Europa cristiana, la abstinencia y el ayuno marcan el ritmo del «hombre medieval», como asegura Le Goff, reduciendo la Europa medieval a la Cristiandad y poniendo el centro de las relaciones entre el cuerpo y la ideología feudal en la cuaresma y su opuesto, el carnaval. Es importante, porque nos señala que la lógica de la política dietética cristiana no es la prohibición, sino la restricción y por tanto la escasez. Y donde hay escasez surge inevitablemente un lucrativo mercado a poco que la economía se mercantilice y monetarice, que es precisamente el fenómeno económico que redefine a la Europa cristiana a partir de las postrimerías del siglo XI.
Así, con las cruzadas aparecerán las bulas e indulgencias que, a cambio de limosnas y donaciones, permitirán comer y tener acceso a proteínas animales en el contexto de la guerra contra ejércitos musulmanes. Este tipo de normas, que se generalizará a partir del siglo XIII con la Bula de la Santa Cruzada, aporta una novedad importante: no se limitan a los ejércitos.
No se trata solo de que los soldados puedan comer en vísperas de la batalla. Se trata de financiar a los reyes que participan en las cruzadas levantinas y la reconquista ibérica. Tienen una función distributiva: las limosnas recaudadas por el Papa son entregadas -en su mayor parte- a los príncipes cristianos. Así que las bulas se dirigen sobre todo a las clases dominantes que no van al combate. Comer carne en cuaresma y otras fiestas se convierte en un signo de nobleza... y pronto de las aspiraciones a fundirse con ella de una nueva clase en ascenso: la burguesía comercial.
Por primera vez en Europa, será la política dietética la que de dote de identidad externa a las clases sociales. Se establece así en la práctica un régimen de restricciones alimentarias por clases... que, a falta de ejércitos cruzados, acabará convirtiéndose en un elemento central de la financiación regular del aparato eclesial. Por eso la indulgencias y bulas estuvieron después en el origen y el centro de la crítica luterana al Papado y la Teología dominante.
Una dieta para la moral capitalista
Cuando en la Gran Bretaña del XVIII se comiencen a extender las relaciones capitalistas, el rigorismo igualitarista de las primeras manifestaciones ideológico-religiosas de la burguesía dará paso a una verdadera revolución moral.
Smith, Bentham y Malthus, antes que economistas fueron teóricos morales. De hecho, su moral fue la primera teorización de la moral óptima para el sistema en el que vivimos. Veamos.
La revolución moral inglesa
El Reino Unido de finales del XVIII no era el lugar más propicio para la empresa industrial. Desde la aristocracia terrateniente y mercantil hasta los campesinos cuya moral comunitaria no había sido destrozada aún bajo la pobreza más miserable, suponían un obstáculo para la burguesía industrial y las luminarias liberales.
A finales de siglo siguen en pie las «Poor Laws» isabelinas que obligaban al trabajo forzado, pero también daban apoyo alimentario y básico a las grandes masas de pobres expulsados del campo por la destrucción legal de la propiedad comunal y los consiguientes cercamientos («enclousures») de tierras y pastos comunales.
Smith, la mano invisible y la voluntad divina
No es casualidad que Adam Smith, un profesor escocés de Filosofía Moral publique su «Riqueza de las naciones» en 1776, tan sólo tres años después de que la «Inclousure Act» acabe definitivamente con los comunales en el reino.
Smith, ve la ley de la gravedad newtoniana como una manifestación de la ley de Dios que al mostrar el amor universal entre los cuerpos demostraría que el orden natural y la Teología cristiana apuntan hacia el mismo lugar. Su primer intento de llevar la lógica newtoniana de los equilibrios espontáneos al campo social, la «Teoría de los sentimientos morales» (1759) no consigue pasar de modelo meramente teórico. Así que toma un nuevo camino: en vez de intentar demostrar que el orden espontáneo -y por tanto divino- tiende a la felicidad de cada uno, se centra en algo más pedestre: el bienestar y la riqueza.
Así, siguiendo el modelo gravitacional de Newton, explicará que el resultado social del libre intercambio generalizado de mercancías es un óptimo social que gracias a una mano invisible, que en realidad no es otra cosa que la ley divina del amor, maximiza el bienestar posible y asegura el progreso humano.
¿Contradictorio? No, en absoluto. El fin de los comunales convertía el trabajo de los campesinos que llegaban hambrientos y desposeídos a las ciudades en mercancía, su única mercancía intercambiable en el mercado. Se trataba de demostrar que esta ampliación del intercambio mercantil no era lo que parecía a simple vista -una pauperización masiva y un estallido de desigualdad- sino que expresaba una voluntad divina subyacente que, dejada a su libre desarrollo, conduciría a un lugar social mejor.
La teodicea de Malthus
La cotidianidad no parecía dar la razón a Smith. Periodicamente se producían revueltas contra el precio del pan y, a partir de 1789 la situación en Francia causará cada vez más preocupación entre las élites británicas. Pero lejos de reconsiderar, la aristocracia aburguesada que gobierna Gran Bretaña, optará por acelerar el monstruo que ha puesto en marcha.
Siguiendo los pasos de Adam Smith y cerrando la teodicea smithiana por abajo, Thomas Malthus construye un nuevo orden moral que rompe con todo lo anterior. Allí donde Smith apunta que el laissez faire librecambista lleva al mejor de los resultados gracias a la acumulación, Malthus ordena poner en funcionamiento lo que él mismo llama la «máquina» social cortando las ayudas y forzando a los pobres a trabajar para sobrevivir. Según él, la vida es actividad, y esta actividad sólo puede ser garantizada por la amenaza del mal de la escasez.
Toda la obra estadística de Malthus sobre la necesidad de controlar la población, cuyas famosas ratios nunca demuestra, sirven de justificación para el argumento moral que ocupa los dos últimos capítulos de su más famoso tratado.
Malthus empezó su teodicea con un análisis crítico de la naturaleza humana. Como en la teoría Aristotélica del movimiento, el estado natural de la humanidad era el reposo. Los hombres eran «inertes, lentos y reacios a trabajar» era el movimiento lo que necesitaba una explicación. Algún empujón era necesario para «despertar a la materia inerte y caótica en espíritu, para sublimar el polvo de la tierra en alma; para causar una chispa etérea a partir del montón de arcilla». Este empujón eran los males físicos y morales causados por la ley de poblaciones. Para evitar el dolor, los hombres entraban en actividad.
Evitar el mal, y perseguir el bien, parece ser el gran deber y ocupación del hombre; y este mundo parece estar peculiarmente calculado para ofrecer oportunidades para los mayores esfuerzos de este tipo; y es por este ejercicio, por esta estimulación, que se forma la mente.
Los hombres eran por naturaleza pasivos; las incomodidades de la vida causaban el movimiento. El Mal era la fuerza motriz del reino humano. Era por lo tanto la fuerza tras la civilización. Malthus se enfrentó a este problema potencialmente vergonzante transformándolo en una teoría de incentivos. En el nivel más bajo el hambre o el frío obligaban a los hombres a buscar comida y formar una sociedad de cultivadores, en los niveles más altos «algunos de los ejercicios más nobles de la mente humana han sido puestos en movimiento por la obligación de satisfacer las necesidades humanas».
DL LeMahieu, «Malthus and the Theology of Scarcity»
Para horror de una parte de sus contemporáneos -y regocijo de otros-, Malthus no sólo tolera sino que celebra el mal y la escasez como fuerzas creativas.
La escasez, como garantía de hambre y suplicio para los trabajadores, debe ser mantenida artificialmente para asegurar el funcionamiento de la gran máquina de acumulación: el capitalismo.
Malthus conseguirá que se rechacen las ampliaciones a las ayudas a los pobres y se convertirá en toda una figura de su época, influyendo políticos en las islas y formando funcionarios de las Indias que aplicarán sus principios sobre el control de la población a las colonias británicas. La moral de Malthus y Bentham servirá de sustento a todas las discusiones sobre las leyes de pobres y la formación del nuevo proletariado independiente y «libre de vender su fuerza de trabajo»:
El Poor Law Report de 1834, que resumía los resultados de la Comisión Real, estaba repleto de lenguaje Malthusiano:
Hemos visto que uno de los objetivos a los que intenta llegar la presente administración de las Poor Laws es repeler pro tanto esa ley de la naturaleza por la cual la imprevisión o mal comportamiento individual de cada hombre deben recaer sobre él y su familia. El efecto de este intento ha sido repeler pro tanto la ley por a cual cada hombre y su familia disfrutan los beneficios de su propia prudencia y virtud.
Uno de los principales objetivos del nuevo régimen, el informe afirmaba era «la disminución de los matrimonios imprevisores y estropeados; deteniendo así el aumento de la población». Aboliendo las ayudas a los hombres capaces de trabajar y sus familias, la New Poor Law, afirma Dean, reveló su objetivo Malthusiano de «convertir al... trabajador independiente en el único responsible del bienestar de su mujer e hijos».
James P. Huzel, «The Popularization of Malthus in Early Nineteenth Century England»
Bentham: vegetarianismo y animalización de los trabajadores
Si Malthus convertirá en bénéficos elementos de la ley natural el hambre y la miseria de los trabajadores explicando su función como motores necesarios de la gran máquina social de la acumulación, Bentham, tomando de Helvetius una versión desnaturalizada de la moral epicúrea, unirá las partes enunciando el núcleo de la religión de la mercancía.
¿Cómo no va a ser el capitalismo moral? viene a decir: basta con asegurar la libertad individual para intercambiar mercancías y la igualdad vendrá sola. De hecho, la igualdad más profunda vivirá en cada intercambio pues nadie va a cambiar libremente algo por otra cosa que para él tiene menor utilidad. Resultado global: cuantos más intercambios, cuanto más completa, fluida e intensa sea la circulación… ¡¡mayor bienestar social gracias a la providencia que actúa como una mano invisible!!
Que exista una clase de personas que solo pueden vender una mercancía muy particular, la fuerza de trabajo, y por tanto no conozcan otra libertad que la de venderla o perecer, queda diluido en el magma de individualidades de la circulación y acumulación. Para la moral individualista universal de Bentham solo son seres sensibles, capaces de sufrir y disfrutar, que actúan en el mercado calculando en todo momento cómo aumentar su utilidad total.
Bentham es consciente de que en la operación ideológica que están culminando tanto Malthus, como él, está reduciendo a los trabajadores al nivel de infrahumanidad atribuido por los capitalistas-esclavistas a los esclavos, casi al nivel de las bestias de carga. Así que hace una floritura libertaria, equiparar condición obrera, negritud y animalidad y reivindicar para todos la libertad mercantil sobre su propia esclavitud.
Puede llegar el día en que el resto de la creación animal adquiera esos derechos que nunca se les podrían haber negado sino por la mano de la tiranía. Los franceses ya han descubierto que la negrura de la piel no es la razón por la que un ser humano deba ser abandonado sin una compensación al capricho de un torturador.
Puede llegar un día a ser reconocido, que el número de patas, la vellosidad de la piel, o la terminación del hueso sacro, son razones igualmente insuficientes para abandonar a un ser sensible a la misma suerte. ¿Qué más es lo que debería trazar la línea insuperable? ¿Es la facultad de la razón, o tal vez, la facultad del discurso?… la pregunta no es, ¿Pueden razonar? ni, ¿Pueden hablar? sino, ¿Pueden sufrir? ¿Por qué la ley debería negar su protección a cualquier ser sensible?…. Llegará el tiempo en que la humanidad extenderá su manto sobre todo lo que respira.
Jeremy Bentham, Introduction to the Principles of Morals and Legislation
Veganismo y vegetarianismo: una política dietética malthusiana para la Crisis de Civilización incubada por el puritanismo
Los puritanos abrazan a Bentham
En la cita, donde es evidente el clasismo y el racismo más salvaje, la pequeña burguesía radical anglosajona encontrará las raíces del animalismo y el fundamento moral de una nueva política dietética: el vegetarianismo.
La burguesía británica, mucho más práctica, había renunciado tiempo atrás a cualquier política dietética que pudiera frenar la globalización del mercado y el capitalismo. Pero en Gran Bretaña la revolución burguesa había tomado en su origen forma de disidencia religiosa, y tanto allí como en EEUU las principales expresiones del radicalismo democrático nacerán en continuidad con distintas expresiones del puritanismo protestante.
Por eso, a lo largo del siglo XIX y XX, la pequeña burguesía intelectual anglo, que mantenía el cordón umbilical con el puritanismo, irá asociándose cada vez más al cínico universalismo de los seres sensibles de Bentham en busca, entre otras cosas, de una moral alimentaria.
No es casualidad que las primeras «sociedades vegetarianas» surjan en EEUU (1844) y Gran Bretaña (1847) de la mano de pastores presbiterianos. No solo Adam Smith es un producto directo de ese contexto, cada vez está más clara la conexión entre el propio Bentham y ese post-calvinismo escocés.
En EEUU el fundador de vegetarianismo moderno no fue otro que el reverendo Sylvester Graham, inventor de las «crackers» y fundador de la hoy multinacional Nabisco, la de las galletas Oreo. Graham promocionaba la enésima reforma de la costumbres basada en la templanza y la castidad... pero añadía una triada novedosa: la higiene, la abstemia y el vegetarianismo.
Graham es de hecho uno de los primeros «higienistas», esa tendencia de la burguesía avanzada de la segunda mitad del XIX que empieza a considerar que transformando el urbanismo, la higiene y la dieta desde el poder político, la ciudad podrá convertirse en esa isla «ascendente» y virtuosa del mito mesiánico barroco que Swift parodiaba en Los viajes de Gulliver.
A partir de ahí, desde el boom victoriano de espiritistas que dará paso a teósofos y «gurús occidentales» al pacifismo místico de Tolstoi el sueño higienista tomará cada vez más tintes neo-ruralistas y se dará pie a mil y una «vueltas a la Naturaleza». El ecologismo y el vegetarianismo se convertirán en ingredientes habituales de las utopías puritanas.
Y es que tanto el veganismo y como el vegetarianismo no son dietas, son política dietética. Prácticas ideológicas con la misma voluntad de homogeneizar y transformar para una cierta moral -y por tanto para cierto orden social- que el kosher, el halal o las cuaresmas.
La moral que les sirve de sustento cambia, evidentemente de la moral feudal a la moral capitalista. Pero cabe preguntarse si desde una mirada realmente universalista y humana, no son tan inmorales como el malthusianismo que les sirve de base y al que se asocian una y otra vez, en las últimas décadas bajo la (voluntariamente) confusa etiqueta del decrecimiento.
La ofensiva «ecológica» contra la carne y los lácteos
El argumento de las emisiones
Basta abrir las grandes plataformas de distribución de contenidos audiovisuales para encontrar todo tipo de documentales y reportajes sensacionalistas contra la pesca, la ganadería industrial o el consumo de lácteos. Todos se acaban ligando al discurso de la emergencia climática y abogando por la generalización de la dieta vegano-vegetariana. Son el agitprop de la política dietética actual.
Casualmente el mensaje coincide con el objetivo que los gobiernos se han fijado para reanimar la acumulación agraria: cambiar las tecnologías de explotación agraria forzosamente aunque sea a costa de reducir drásticamente el consumo de proteínas de calidad de la gran mayoría.
La propaganda de esta política dietética funciona. Al menos en EEUU. Allí por ejemplo, el consumo de leche de vaca ha disminuido 40 por ciento desde 1975 y, en la última década, se cerraron 20.000 granjas lecheras.
Las leches vegetales veganas son un boom para inversores aunque nutricionalmente sean incluso dañinas, muchas de ellas con menos de un 4% de su supuesto componente principal y más azúcar de la que sería saludable. Las pocas que consiguen ser alternativa nutricional real a la leche de verdad lo consiguen solo parcialmente y a base de añadidos y complementos cuya elaboración, si hubieran de escalarse para sustituir totalmente el consumo de leche, las haría prohibitivas a precios asequibles. Como la elaboración de supuestas alternativas a todas las fuentes de proteínas de alta calidad.
Según Le Monde el 68% de los franceses cree ya que se consume demasiada carne. El 32% de los encuestados han reducido su consumo. La propaganda vegana condicionó al menos a un 56% de ellos a la hora de hacerlo. El mismo informe reconoce sin embargo que el impacto de las dietas veganas, vegetarianas y flexitarianas se concentra en la pequeña burguesía con estudios universitarios. Este segmento de esa clase es el más sensibilizado ante el cambio climático. Y el cambio climático es el primer argumento hoy en día del proselitismo vegetariano y vegano, que quiere presentarse ahora como política dietética de la transición ecológica.
La realidad es que la promoción de una nueva política dietética supuestamente de bajas emisiones no tiene nada que ver ni con las emisiones de metano ni con su efecto sobre el clima, sino con las necesidades de la recapitalización de la producción agraria.
A fin de cuentas, si contamos el mantenimiento de las 1,25 Hectáreas de dehesa que hay que se exigen para que un cerdo ibérico sea considerado tal, el balance de emisiones sale... negativo. Y aunque faltan estudios, el de otras formas de ganadería extensiva no es muy diferente.
Además, en todo caso, ¿no se tratararía más bien de eliminar emisiones industriales, en el transporte y en la construcción que suponen casi el 90% del total y compensar -plantando árboles por ejemplo- las ligadas a la agricultura y la ganadería mientras se mejora la alimentación animal y las condiciones de la ganadería intensiva para reducirlas?
El argumento sanitario
Es tan obvio, que para reforzarse el discurso vegetarianista ha intentando asociar torticeramente la carne a los alimentos ultraprocesados industriales estadounidenses (otra aberración muy malthusiana) y argumentar que el consumo regular de carne roja produce cáncer. Lo que según la OMS es pura y simplemente falso: no sólo no existen estudios suficientes ni suficientemente específicos sino que en los que parecen indicarlo para el cáncer colorrectal, la correlación es tan cercana al margen de error de los estudios que «no se pueden descartar otras explicaciones para las observaciones (técnicamente denominadas azar, sesgo o confusión)».
Si hay bases para sospechar de que estos estudios no estén reflejando otra cosa que la que se pretende es entre otras cosas porque países como Argentina o Uruguay que han tenido consumos de carne de vacuno muy superiores a los europeos e incluso estadounidenses, no muestran una prevalencia mayor de este tipo particular de cáncer, cuya distribución por países es muy desigual.
En realidad tanto los discursos sobre las emisiones ganaderas como los que ligan carne roja a cáncer instrumentales. Si no lo fueran no se permitirían invisibilizar las necesidades alimentarias de millones de niños a los que la política alimentaria vegana niega una dieta que les permita un desarrollo pleno.
Conclusiones
Nada bueno puede salir de crear artificiialmente escasez y aún menos de hacerlo en algo tan básico como la alimentación de una especie omnívora.
Las viejas políticas dietéticas de las religiones preindustriales hoy siguen cumpliendo su función original en muchos lugares: afianzar el control clerical a base de establecer el control dietético como forma de demostrar y ganarse la pertenencia al grupo y el acceso a sus instituciones. Lo bueno es que en casi todo el mundo -con notables excepciones como India y no pocos países musulmanes-, ya nadie pretende que ese control se haga universal.
Paradojicamente es en el mundo secularizado donde la política dietética prospera. Pero, aunque muchos no lo vean, el vegetarianismo y el veganismo no son única ni fundamentalmente opciones individuales, simples alternativas en el supermercado.
Son ideologías puritanas malthusianas. Sólo por eso serían inmorales por antihumanas, aunque cínica o puerilmente se vistan de sensibles. Ideologías que se postulan como política dietética y que de imponerse globalmente empeorarían innecesariamente la vida de millones de personas, lo que les hace antihumanas y por tanto inmorales.