La última convulsión política del campo europeo
La directiva de nitratos
En 1991 la UE publicó una «Directiva de Nitratos» para reducir sustancialmente la contaminación de las aguas subterráneas prohibiendo el uso excesivo de fertilizantes. La directiva establecía una excepción a los nitratos orgánicos, es decir, a los producidos por el estiércol del ganado que -previa petición de los estados a la Comisión-, permitía mayores cantidades de nitratos por Hectárea de los contemplados en la directiva.
En Irlanda por ejemplo, los propietarios pasaron año tras año del máximo de 170 Kg/Ha a 240. Como la excepción pasó a convertirse en rutinaria, prácticamente nadie cambió las formas de explotación. Así que los datos de la Agencia Europea del Medioambiente sobre contaminación de las cuencas fluviales y las aguas subterráneas, permanecieron estables -y desastrosos- hasta ahora en prácticamente todo el continente.
El Pacto Verde entra en escena
Hasta 2018. El Pacto Verde exigía avanzar hacia la contaminación cero de los ríos y aguas subterráneas para 2030. La Comisión empezó entonces a apretar a los estados para que aplicaran realmente la directiva. Por ejemplo, la Comisión envió una carta de emplazamiento a España en noviembre de 2018, un dictamen motivado en junio de 2020 y finalmente, en 2021 decidió llevar al estado al Tribunal Europeo de Justicia. Otros países, como Alemania, fueron amenazados con sanciones y al final tuvieron que avenirse a un acuerdo.
Pero para ese momento, después de años de no hacer nada, la única vía rápida para cortar emisiones para varios estados era el cierre masivo de explotaciones.
Primero vino el plan de cierre holandés: 25.000 millones para cerrar explotaciones ganaderas para reducir contaminación por nitratos. Luego el anuncio de cierres masivos en Irlanda.
El terremoto político
Las protestas masivas en Holanda e Irlanda no se hicieron esperar, pero como es habitual, su eco político fue escaso en Bruselas. Un error. La Europa post-Brexit está en una permanente crisis política, sujeta a terremotos electorales y parlamentos imposibles.
Así que la guerra de los nitratos se convirtió en un vuelco electoral en Holanda, donde las elecciones provinciales vieron el fulgurante ascenso a primera fuerza política en todas las circunscripciones menos una de un partido agrario de nuevo cuño.
Y eso sí que conmovió Bruselas, donde tanto el Partido Socialista Europeo como el Partido Popular europeo estaban ya preparándose para las elecciones de 2024.
El giro de Bruselas
El primer signo de que habían sonado todas las alarmas fue la dimisión de Timmersmans, vicepresidente de la Comisión y zar europeo del Pacto Verde, para poder presentarse como candidato en su país en una alianza de verdes y socialistas.
Luego, toda una serie de gestos y medidas orientados a «calmar» a agricultores y ganaderos del continente, desde revisar la protección del lobo a prácticamente «olvidarse» del Pacto Verde en el Discurso sobre el estado de la Unión, y lo que no es menos importante, abrir paso a una prórroga de 10 años en el uso del glifosato, un horror a medida de las necesidades de una industria química que sabe de sobra su efecto sobre la biodiversidad y la salud, pero que tiene secuestrados a los agricultores con sus tecnologías, sin las que no podrían mantener la tensión impuesta por la competencia en precios sobre la rentabilidad.
La deriva ideológica del mundo rural
Sin embargo, es difícil pensar que el giro de la Comisión a meses de las elecciones vaya a cambiar ninguna corriente de fondo. No es que, de repente, el pequeño propietario se esté volviendo conspiranoico por no se sabe qué impacto de las fake news y eso aumente las tensiones políticas y sociales en el campo.
Razones materiales y respuestas negacionistas
La base material del malestar rural es conocida de sobra y no tiene nada de ideológico. El modelo de producción agrario imperante desde los sesenta no da para más. Basado en la dependencia de variedades foráneas y proveedores externos, el uso masivo de fitosanitarios y fertilizantes químicos, y cada vez más en un regadío de casi imposible sostenibiliidad, lleva a competir en precio y expulsar mano de obra con un único horizonte: la concentración de la propiedad y la robotización.
En pocas palabras: dejar el desarrollo rural bajo la guía la acumulación de capital nos ha llevado de cabeza hacia la concentración de la propiedad alrededor de fondos de inversión, la desertificación, el empobrecimiento humano y la despoblación.
Cuando, sobre esa base, en la que es casi imposible la auto-capitalización y por tanto la inversión en la propia producción, se empieza a exigir a los propietarios de pequeñas explotaciones una sostenibilidad medioambiental mínima, el resultado es previsible. En vez de impulsarles a cambiar de modelo se les está empujando a cerrar antes de lo que ya temían.
Para los pequeños propietarios descreer de lo que dicen los técnicos y expertos de Bruselas, del Ministerio o el mismísimo panel de científicos de la ONU sobre la contaminación, el glifosato, las vacunas o el cambio climático, es en realidad la forma más fácil de mostrar un resentimiento profundo: el que proviene no sólo de saber que el modelo en el que están encallados les conduce a la desaparición, sino sobre todo, de saber que no tienen energías ni herramientas para encontrar otro.
Con independencia de los reflejos electorales, el populismo de derechas y la radicalización conspiranoica siguen creciendo en todo el campo europeo y lo seguirán haciendo porque, ante todo, son la respuesta pasiva a la imposibilidad de supervivencia de la pequeña propiedad en el modelo de producción agraria actual, con o sin Pacto Verde.
El viejo Kautsky llamaba al antisemitismo el socialismo de los imbéciles. El conspiracionismo, que tanto se parece al antisemitismo original, sería algo así como el ruralismo de los imbéciles. El problema es que, como el antisemitismo, tiende también a calcificarse haciéndose inmune a la evidencia y, antes o temprano, a alimentar la violencia más estéril y criminal.
La «calcificación de la diferencia», el ejemplo de la América rural y la deriva extremista del campo
No es sólo en Europa. En EEUU cada vez es más evidente que el fuelle que insufla vida a la crispación política viene de las regiones agrarias. Y que la clave está en los cambios demográficos que el modelo de desarrollo agrario ha impuesto. Como en Europa y en el resto del mundo, el modelo de producción agraria ha producido despoblación y exportación masiva de jóvenes cualificados desde las regiones rurales.
Los resultados morales de esa migración, la sensación de impotencia y derrota, amplifica los desastres de la acumulación en el territorio.
«Los que se quedaron» moldearon «el panorama político en Ohio, Iowa, etc. (estados donde la universidad pública simplemente está exportando su clase profesional)». (...)
El «apartheid» urbano-rural refuerza aún más la polarización ideológica y afectiva. La separación geográfica entre republicanos y demócratas hace que las experiencias partidistas transversales en el trabajo, en las amistades, en las reuniones comunitarias, en la escuela o en el gobierno local (todas ellas claves para reducir la polarización) sean cada vez más improbables.
Las barreras geográficas entre republicanos y demócratas (...) refuerzan lo que los académicos ahora llaman la calcificación de la diferencia. A medida que el conflicto y la hostilidad se arraigan en la estructura geográfica y se asocian al lugar donde vive cada cual, aumenta la probabilidad de ver a los adversarios como algo menos que plenamente humanos.
Si proyectamos la experiencia hacia el futuro entenderemos por qué la crisis agraria europea amenaza con convertirse en una verdadera distopía. Cuanto más enraíce el No future en las perspectivas de los pequeños propietarios, cuantos más pueblos se fragilicen y pierdan su población joven, más avanzará la crispación a lomos de las creencias más delirantes y más concreta y peligrosa será la violencia difusa que surja de ahí.
Torcer ese mal «destino» requiere pasar del «No future» a la imaginación de un futuro mejor en ruptura con el modelo de producción agraria actual.
Los futuros fallidos de la pequeña propiedad agraria
Primer futuro fallido: la solución colectivista
Entre 1850 y 1936, cuando el capital comenzó a concentrar la propiedad agraria expropiando a los pequeños propietarios, éstos aún podían, al ver su resistencia inútil a largo plazo, unirse a los jornaleros y, a través de ellos, al movimiento obrero de las ciudades, para enfrentarse a la presión de los grandes propietarios y los bancos y promover formas de organización colectiva de la producción.
Ese fue el camino que llevó a la creación de cooperativas de trabajo en las regiones jornaleras en los años 30. Es muy ejemplificadora, aunque haya sido poco estudiada, la de Llerena. Nacida de las huelgas masivas de la campiña Sur en 1932-34, se hizo con tierras y se transformó en la colectividad local durante la Revolución de 1936. Fue un modelo que, «espontáneamente», se repitió en distintas regiones en los que los braceros eran mayoritarios .
La derrota de la Revolución en medio país en la segunda mitad de 1936 y en la otra a partir de mayo de 1937, convirtió ese futuro colectivista que apuntaba y quería ser desmercantilizador, en un futuro fallido.
Segundo futuro fallido: la consolidación de la pequeña propiedad
Hay que remarcar que la perspectiva de la colectividad estaba en llamativa oposición de la defensa de la pequeña propiedad que hacían en la época tanto el PCE -que promovía una intempestiva reforma agraria bajo la pretensión de convertir a los jornaleros en pequeños propietarios- como el falangismo, el jonsismo y la Iglesia católica.
Todos fueron barridos por el viento de los cambios estructurales de la postguerra y los planes de desarrollo.
Para empezar, la reforma agraria dejó de ser siquiera planteable -aunque fuera a contramano de la Historia como lo era ya durante la República- con el gran éxodo rural.
Quedaron, eso sí, el seguro agrario -una vieja propuesta regeneracionista- y los pueblos creados por el Instituto Nacional de Colonización como demostración de cuál hubiera podido ser su cara más prospera de haberse hecho en los años 30. Dejemos de lado que entonces sólo hubiera sido una forma de intentar desarticular al movimiento jornalero sobre la base de una inversión masiva en infraestructura de generación hidroeléctrica -que ya estaba planificada entonces- y obras para regadío a su alrededor. La historia de estos pueblos, de nuevo insuficientemente estudiada, es más que ilustrativa de cómo el modelo, más que enfrentar la concentración, la preparó; supeditando la pequeña propiedad a las grandes industrias proveedoras, transformadoras y de servicios.
La otra vía de la defensa de la pequeña propiedad era la cooperativización -en realidad una forma de concentración alternativa- que, en las condiciones de la postguerra y los planes de desarrollo, fue liderada fundamentalmente por la Iglesia católica.
La paradoja -que dejó clara durante las décadas siguientes la inviabilidad del modelo- es que las más exitosas fueron las que más intensamente implantaron y aplicaron el modelo de agricultura industrial dominante de los sesenta hasta hoy. Muchas de ellas acabaron siendo las articuladoras de la concentración más feroz y expropiadora, especialmente en el sector lácteo.
La cooperativa de propietarios agrarios, la herramienta supuestamente llamada a revitalizar la pequeña propiedad fue, en regiones enteras, la organizadora de la ofensiva del capital financiero contra esas mismas explotaciones.
La cuestión de fondo es que la lógica de la acumulación requiere inevitablemente aumentos de escala para poder hacer rentables nuevas inversiones y tecnologías.
El boom agrario de los sesenta, que liberó una cantidad brutal de mano de obra a las concentraciones industriales dejando con la mitad de la población a comarcas enteras, consagró el modelo agrario actual, en el que la batuta la llevan siempre los sectores más capitalizados de la cadena productiva (proveedores, industria de agrotransformación, servicios a la exportación, etc.) que son los que absorben la mayor parte del valor generado, reforzando a cada temporada las tensiones que impulsan el abandono de campos o su venta a grupos inversores externos.
Con décadas de perspectiva, las cooperativas agrarias no son vistas ya como la base de un futuro en el que la pequeña propiedad asociada pueda liderar el futuro protagonizando por sí misma la escalada en la cadena de valor. En el mejor de los casos son la última trinchera. En el peor, la transición a una SA que permita incorporar inversores de escala.
La cooperativización de la pequeña propiedad y los experimentos de reforma agraria hace mucho que son un futuro fallido. La pequeña propiedad está en contradicción con el nivel de acumulación de capital y estorba tanto a su crecimiento como a las alternativas.
Tercer futuro: la desolación
Hoy la tendencia principal es hacia la ultraintensividad, la concentración y la robotización. Las tres cosas son ya parte del presente y prefiguran un futuro que nace fallido e indeseable.
En el límite, el futuro es el que nos deja ver el nuevo cultivo de éxito: las placas solares. Sus elementos fundamentales: explotación del suelo por grandes empresas que canalizan inversiones masivas; ingresos asegurados en forma de renta terminal para el pequeño propietario, que renuncia ya a la explotación directa e incluso a dejar una tierra con usos alternativos a sus herederos; y mano de obra mínima y desarraigada que en la mayoría de los casos ni siquiera vive en los pueblos.
El olivar intensivo, totalmente mecanizado, que acaba prácticamente con la necesidad de mano de obra para el vareo y las podas, no va muy lejos del cultivo de placas. Tampoco en lo que hace a destrucción del suelo. Y si hacemos caso a las previsiones de la UE, a la esperada reducción en mano de obra de los invernaderos se unirá la reducción del número de explotaciones ganaderas, amortiguada hasta ahora en parte por las subvenciones europeas, que como hemos visto antes, está ya acelerándose con el Pacto Verde. Y podríamos seguir.
En una generación, si queda pequeña propiedad productiva relevante será casi en su totalidad, nominal, como es meramente nominal la propiedad del suelo de los mares de placas. Y sin casi trabajadores ni pequeña propiedad viable, la tendencia, como ya vemos en amplias regiones de España, Portugal y partes de Francia, Italia y los Balcanes es la despoblación pura y dura. Sumémosle los costes físicos de la ultraintensividad, el abuso de fertilizantes y fitosanitarios y los efectos del cambio climático y las sequías. El resultado es la pura y simple desolación: la destrucción de suelos y el avance de la desertificación.
Cuando los técnicos del Ministerio de Agricultura español afirman que lo que no sea regadío desaparecerá de las tierras de cultivo, no están describiendo un futuro de regadío generalizado, sino un nuevo futuro fallido de islotes ultraintensivos y ultracapitalizados en un medio rural cada vez más desolado y despoblado.
Los fundamentos de un futuro alternativo
La paradoja más llamativa del mundo rural hoy es que la pequeña propiedad, que es la víctima directa de los procesos de acumulación, concentración e intensificación que confluyen en la despoblación, es también el principal obstáculo a un desarrollo alternativo. Y como vimos arriba, la impotencia que genera esa contradicción es la que alimenta las derivas ideológicas negacionistas de todo tipo y envenena la convivencia de EEUU a Holanda y más allá.
Es posible un futuro en el que el campo en abandono no acabe como una nueva playa de interior, como mero paisaje a turistificar. Pero pasa por nuevas formas de propiedad colectiva útiles a una repoblación basada en el trabajo colectivo y un desarrollo tecnológico alternativo. Un nuevo enfoque productivo capaz de regenerar suelos y sostener poblaciones no en contradicción con unas ciudades cada vez más saturadas sino en asociación con sus elementos más dinámicos.
Los puntos de esa constelación por imaginar y construir van desde las viviendas en derecho de uso -para evitar la especulación ligada a la turistificación-, a la puesta en marcha de centros y cooperativas de trabajo digital para llevar nuevas actividades económicas basadas en el alcance -muchos productos distintos con mínimos cambios en infraestructura- en vez de en la escala -un único producto más barato gracias a producir cada vez más.
Pasan también por el desarrollo de la agricultura y ganadería regenerativas de verdad, no la reinterpretación torticera a lo Basf y Bayer. Un tipo de agricultura y ganadería que sólo puede tomar escala -y sin escala no será más que anécdota- si se construye desde el origen a través de la incorporación de comunales digitales y del trabajo asociado, es decir cooperativas de trabajo muy tecnificadas, que unan campo y ciudad, producción y consumo, como propietarias y garantes de los recursos naturales.
Y desde luego, mucha construcción comunitaria para hacer del campo el lugar deseado tanto para crianza como para el envejecimiento que la ciudad saturada y atomizadora no puede ser.
¿Utópico? No. En absoluto. ¿Cuándo pasó el entusiasmo por tomar el futuro en nuestras propias manos a considerarse una utopía? Sabemos que la única alternativa a la desolación y la crispación es la repoblación y el entusiasmo. Sabemos que «sólo el trabajo asociado puede dar el marco adecuado a la producción colectiva y sólo la comunidad organizada puede generar un nuevo modo de vida». Y vemos cómo las primeras iniciativas están naciendo de pueblos que se rebelan contra un destino indeseable y de los jóvenes que se vieron expulsados de su propio entorno.
Puedes verlo, tocarlo y sentirlo. Y te invitamos a hacerlo. Contamos contigo, estés donde estés, vente.
Esta entrada es parte de una serie
- El futuro del mundo rural y la alternativa que te está llamando.
- Las 4 cosas que a día de hoy sabemos sobre la abundancia, el conocimiento libre y el comunal.
- Lo que los comunales digitales pueden hacer por revivificar el mundo rural (ayudando de paso a que la alimentación avance hacia la gratuidad)..