La fiebre es la mejor serie de 2024 y, sin duda, una de las tres mejores de lo que va de siglo. Merece la pena pagar una suscripción durante un mes a la plataforma que la distribuye sólo para disfrutar de sus seis episodios. Así que en este artículo no vamos a hacer spoiler del argumento y sus giros. Nos centraremos en sus tesis y sus propuestas políticas.
Éric Benzekri
«La fièvre» (La fiebre), es la última creación de Éric Benzekri, el autor de «Baron Noir».
Cercano en la Universidad a las tendencias mayoritarias del trotzkismo francés, se asoció a finales en los noventa a la corriente de Gauche Socialiste de Mélenchon y Dray que agrupó a una parte de este entorno dentro de las filas del Partido Socialista.
Entre el año 2000 y el 2002 trabajó como jefe de gabinete de Mélenchon mientras este fue Ministro Delegado para la Formación Profesional. En 2005 abandonó la militancia y comenzó a colaborar como guionista en series conocidas como Lascars.
Su imaginario político aúna una visión realista y nada complaciente, aunque un poco morbosa, de los mecanismos partidarios y la comunicación política, con referentes de las luchas obreras de finales de los setenta. En una entrevista publicada este junio en Les Inrockuptibles recordaba:
Significó mucho para mí la aventura de la fábrica de relojes Lip1. Creo que es realmente algo muy potente decir y discutir en un marco colectivo que no necesitamos ni patrones ni una vanguardia politizada «superior» para producir algo que se venda y de lo que estemos orgullosos.
Los temas de «La Fiebre»
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La lógica tramposa de la polarización y cómo se construye -e instrumentaliza- a partir del ciclo comunicativo para construir poder sobre la pasividad generalizada y el ruido constante. Toda la caja de herramientas de la política sucia cotidiana está presente: la figura pseudo-artística de la monologuista, el astroturfing, la escritura de medios (utilizar noticias filtradas y sugerencias a los periodistas para presentar como revelaciones perspectivas interesadas), las cámaras de eco para manipular -o acosar- líderes de subredes, la segmentación en arquetipos políticos (metodología Destin Commune) para plantear cestas de posiciones que generen acuerdos improbables... No falta ninguna. El objetivo: abrir la ventana de Overton para recorrer todo el camino desde el tabú social a la aceptación y la generación de legislación.
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El identitarismo como peligro existencial y cómo se construye en la izquierda (indigenismo de matriz académica bajo el modelo racialista y feminista del identitarismo anglosajón) y en la derecha (nueva ultraderecha populista). Marcando las diferencias, sin equidistancias, pero sin perder de vista cómo un lado y otro socavan la posibilidad de construir alternativas colectivas superadoras.
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La fragilidad del estado y la convivencia en un entorno cada vez más marcado por los dos puntos anteriores. El fantasma permanente de una sorda guerra civil convertida en la metáfora narrativa de nuestra época cruza toda la trama desde el viaje interno de la protagonista hasta la escena final. Una famosa cita de Stefan Sweig sobre los primeros días de la Gran Guerra se repite varias veces en la primera mitad de la serie:
En aquellas primeras semanas de guerra de 1914 se hacía cada vez más difícil mantener una conversación sensata con alguien. Los más pacíficos, los más benévolos, estaban como ebrios por los vapores de sangre. Amigos que había conocido desde siempre como individualistas empedernidos e incluso como anarquistas intelectuales, se habían convertido de la noche a la mañana en patriotas fanáticos y, de patriotas, en anexionistas insaciables. Todas las conversaciones acababan en frases estúpidas como: «Quien no es capaz de odiar, tampoco lo es de amar de veras», o en rudas sospechas. Camaradas con los que no había discutido en años me acusaban groseramente diciéndome que yo ya no era austríaco, que me fuera a Francia o a Bélgica. Más aún: insinuaban con cautela que se debía informar a las autoridades de opiniones como la de que aquella guerra era un crimen, porque los défaitistes [derrotistas] (esta bella palabra acababa de ser inventada en Francia) eran los peores criminales contra la patria.
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El camino de salida, un nuevo software social, como lo llama Jérôme Fourquet, que para Benzekri -como para nosotros- pasa necesariamente por la restauración y la reconstitución de lo comunitario desde abajo, desde la cotidianidad de la producción colectiva. El centro: la constitución de cooperativas, bien de trabajo (scoop) -y la transformación en coop de Duralex está bien presente en estos momentos en Francia-, bien de interés colectivo (scic) -participadas por todo el tejido social afectado e interesado. Este último modelo, que es el que aparece en la serie y que tiene mucho vigor en Francia, está cogiendo vuelo en este momento también en EEUU, donde se está planteando como la mejor forma de relevo generacional para los propietarios.
Las escozuras creadas por «La Fiebre»
Benzekri es muy generoso no entrando en el origen del cuadro socio-político actual. No hace una crítica de los noventa, de la plúmbea ideología y el cinismo del poder político y empresarial en aquella década y las que la siguieron. No hay un relato del Big Bang que se produce cuando el mundo producto de aquello, el resultante de un tejido productivo y comunitario mermados y empobrecidos durante casi tres décadas, el de los trabajadores avengonzados de serlo, el de los barrios descompuestos, se encuentra con la crisis de 2008 y las entonces nuevas redes sociales.
La pasividad total en la que ha crecido una generación entera, se transforma entonces en un deseo espectacular y morboso de que los de arriba caigan o al menos sufran, le vengan de donde le vengan los golpes. Las redes sociales permiten disfrutar del espectáculo, alimentarlo incluso, sin necesidad de involucrarse en construir nada colectivamente -el gran tabú de la ideología de los noventa hasta hoy.
Pero nada de eso parece preocupar a la fundación Jaurès, núcleo duro de lo que queda del PS francés tras la debacle electoral de 2017 y verdadera nave nodriza de esa intelectualidad en espera de destino en el estado que puebla los think tanks políticos.
La Jaurès encargó toda una batería de papeles sobre «La Fiebre» hasta conformar un librito de 123 páginas, para rescatar lo utilizable, es decir, lo digerible dentro de lo de siempre, y orillar lo subversivo de la serie. Es decir, para insistir en lo utópico, simplista e irrealizable que sería reconstruir lo comunitario y optar por el cooperativismo como herramienta para vencer la pasividad violenta y el fantasma de la confrontación civil.
Entre los que colaboraron en el panfleto, por cierto, no podía faltar el Secretario General de la CFDT, el sindicato que hasta los 80 se definió como socialista autogestionario. Todos sentimos la serie como una bofetada, confesaba Raphaël Llorca, comunicador encargado por la Jaurès de dirigir el proyecto. No es de extrañar.
Benzekri, en la entrevista en Les Inrockuptibles respondía con ironía:
Quizás necesitemos movilizar a la gente, darles espacios donde sean soberanos sobre sí mismos. Pero tan pronto como decimos eso, nos preocupamos [por las consecuencias].
¿Apoyó o terció al menos el mundo organizado del cooperativismo francés? No. Y es significativo. Los autogestionarios andan demasiado ocupados por lo visto en reclutar carne de cañón para la guerra en Ucrania y de las organizaciones miembro de la ACI en Francia mejor ni hablar. Ni están ni se les espera en el debate abierto por «La Fiebre» ni en general en ningún debate político. El famoso neutralismo.
Las coops y la política
En los episodios finales de «La Fiebre» se plantea de hecho abiertamente la cuestión del neutralismo, una posición cada vez más cuestionada tanto en Europa como en EEUU. El debate se trata un tanto superficialmente, pero finalmente la cooperativa comunitaria aparece entonces como el último bastión desde el que defender la comunidad mayor.
Es precisamente esa oposición entre la comunidad organizada y estructurada por sí misma en torno al trabajo, y una sociedad desarticulada y maleada por la esfera informativa, la que convierte «La Fiebre» en esa «bofetada» a los implícitos comunes que tan urgentemente se necesitaba.
En Francia, «La Fiebre» -Duralex mediante- ha conseguido lo que pretendía: abrir la ventana de Overton a una idea sencilla pero hasta ahora tabú: conquistar el trabajo, organizarse en torno al trabajo para recuperar comunidades sanas, es el paso necesario para empezar a cambiarlo todo.
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Sobre la huelga de Lip en 1973 y la organización de la producción por los trabajadores hasta 1976 puede leerse este resumen en Le Point y un par de libros que lo documentan. ↩