Los maximalistas y su entorno
La extensión de las prácticas comunitarias en una comunidad (un pueblo, un barrio) es inevitablemente frágil porque lo que las define va a contracorriente de las reglas generales del mundo que nos rodea.
Lo comunitario está continuamente bajo bombardeo del sálvese quien pueda, del mirar por uno mismo, del derrotismo... Por eso sufre ciclos que tarde o temprano acaban haciendo descender el ánimo social hasta la desmoralización. Y basta llegar a ese punto para que retomar el ciclo de compromiso, voluntariado y colaboración se haga tremendamente difícil.
En ese contexto las colectividades maximalistas aportan -o al menos deben aportar- una continuidad en el reforzamiento de las relaciones comunitarias que, si es suficiente y suficientemente constante, bastará para que la comunidad por sí misma pueda vencer las crisis de autoconfianza y asegurar la continuidad de la cultura del compartir y hacer juntos.
Por lo mismo, la pérdida de pulso, la desaparición o disolución del grupo producirá inevitablemente una regresión que abrirá las puertas a crisis de confianza en su entorno1.
El deber de comunicar y crecer
Los maximalistas no somos ninguna novedad histórica. Y lo que la experiencia histórica nos dice es que la colectividad es necesaria para que lo comunitario pueda prevalecer sobre las erosiones que produce la dinámica social general. Por eso la colectividad no puede olvidarse de sí misma, diluirse o renunciar a crecer y por tanto a sobrevivir en el tiempo, sin dañar al sostenimiento de las relaciones comunitarias en el entorno en el que vive.
Del mismo modo que no se puede suplir la profundidad de los cimientos de un edificio levantando más plantas en altura, los comuneros no pueden suplir la falta de crecimiento de su propia colectividad con el crecimiento de lo comunitario a su alrededor.
Pero ¿por qué unas colectividades crecen y otras no? Las causas varían, pero hay errores típicos. Todas las colectividades viven y maduran a la par del desarrollo de un comunal de conocimiento que les es propio. Sea la agricultura, la ganadería, la tecnología, las prácticas educativas o las artes, la centralidad del trabajo y el conocimiento en la vida comunitaria deriva casi inevitablemente, durante las primeras fases de desarrollo, en una comunicación centrada sobre lo que hacen y lo que descubren al respecto. Es un error.
Es como si los monjes cistercienses solo publicaran, comunicaran y teorizaran el canto gregoriano o la producción de jabones y mermeladas. El público al que atraerían -gourmets, melómanos, etc.- encontraría el hecho central del modo de vida monacal como un obstáculo en contradicción con lo que les atrae de la comunidad monacal.
Ciertamente el conocimiento específico tiene su lugar también en lo que se ha de comunicar. La comunicación del hacer es importante. Pero las colectividades no ganan gente hablando de lo que hacen, sino hablando de cómo son y de lo qué les hace diferentes: la propiedad y responsabilidad colectivas. Porque lo que atrae a nuevos comuneros es la necesidad de sumergirse en un nuevo modo de vivir, y es de eso de lo que hay que hablar para que puedan unirse a la conversación. No del modo de vida que impulsa el comunitarismo, sino del modo de vida de la colectividad.
Es decir: el deber de (trabajar para) crecer implica el deber de reflexionar y comunicar, más allá de las formas y bondades del comunitarismo, nuestra propia opción de vida como miembros de una colectividad2.
Notas
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Esta simbiosis necesaria entre comunidad y colectividad explica también porque los intentos de promover un comunitarismo exclusivamente cultural o político han fracasado. Los discursos comunitaristas como el de Etzioni -o, ya puestos, el de Dewey- acaban indefectiblemente reducidos a discurso moral, cuando no son capturados por estructuras que utilizan el discurso como una mera promesa a la que no pueden dar materialidad. En unos casos, hay que recordar que no hay comunitarismo sin comunidad concreta. Y que predicar comunitarismo no es lo mismo que hacer comunidad. En otros, aquellos en los que existe una comunidad real, queda claro que no sólo se trata de mantener actividades más o menos dinamizadoras, sino de aportar desde un núcleo que muestre la viabilidad y confiabilidad de un modo de vida explícitamente comunitario. ↩
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Comunicar no es promocionar irresponsablemente. El modo de vida comunero es un buen modo de vida, para nosotros el mejor imaginable, pero es exigente. Requiere personas autónomas, no gregarias y con una clara noción de la pertenencia por el aporte. Exige vocación de aporte a la comunidad mayor y una confianza de hierro en los medios cooperativos y comunitarios como herramientas para sostener el esfuerzo. Resumiendo: aunque los maximalistas sintamos íntimamente lo contrario, no es para todo el mundo. ↩