Las claves de la atomización
La desaparición de entornos de relación comunitaria (entre los trabajadores)
El «American Survey Center on American Life» es seguramente el observatorio sociológico estadounidense más conocido. Es una rama del «American Entreprise Institute» uno de los grandes think-tanks sistémicos y sirve de referencia a los gobiernos tanto demócratas como republicanos. A nadie se le ocurrió tratarles jamás como subversivos ni obreristas. Y precisamente por eso es significativo que se enfoquen en la búsqueda de soluciones a la epidemia de soledad.
La calificación como epidemia no es ninguna exageración, no sólo por su extensión sino por sus consecuencias sobre la salud de las personas que la sufren. Una investigación de la Universidad de Harvard publicada este año descubría que la soledad aumenta las posibilidades de infarto en un 56%. Tampoco es un fenómeno exclusivamente estadounidense, sino global. En España, los datos del INE proyectan 8 millones de personas en soledad en 2039. Se trata de la soledad vital total, que podemos tomar como un indicador de un tendencia más amplia y masiva de crecimiento del aislamiento social. Según el Barómetro de la Soledad un 20% de los residentes en España sufre soledad no deseada a día de hoy.
Lo significativo es que cuando el «American Survey Center on American Life», presenta las conclusiones del «American Social Capital Survey» de 2024 que consideran útiles para enfrentar la epidemia, se centra en explicar cómo la atomización social se ceba en los trabajadores.
Las oportunidades cívicas se están estratificando según líneas educativas. Los estadounidenses con educación secundaria o inferior tienen más probabilidades de vivir en desiertos cívicos, carentes de lugares comerciales (por ejemplo, cafeterías) y lugares públicos (por ejemplo, centros comunitarios, parques y bibliotecas) que sean centros de conexión comunitaria.
En parte como resultado, estos estadounidenses tienen menos probabilidades de participar en la vida asociativa y más probabilidades de estar socialmente aislados. Como escribe Timothy P. Carney en «Alienated America: Why Some Places Thrive While Others Collapse», la vida asociativa aparentemente se ha convertido en «un bien de alto nivel» al que la mayoría de las personas no puede acceder.
La precarización laboral y vital
La atomización es, ha sido siempre, una tendencia sistémica. El capitalismo se fundamenta en la relación entre el mercado y los individuos, le estorban las comunidades e incluso, como llegó a afirmar Margaret Thatcher, las sociedades estructuradas. Pero en nuestra época la tendencia se hace extrema hasta convertirse en patológica y tomar la forma de una soledad indeseada y masiva, por la confluencia de varios factores.
El principal es una precarización y temporalidad laboral y vital crecientes desde hace décadas que, paso a paso, ha erosionado los lazos fuertes en el entorno laboral mientras en los barrios se perdían los espacios y prácticas comunitarias y los pueblos se hundían en la despoblación.
Una digitalización a imagen y medida de los monopolios tecnológicos estadounidenses
En ese marco la digitalización que empieza en los noventa, da un giro radical a partir de 2007 y en manos de la BigTech, impone cambios culturales de fondo que refuerzan la atomización y agravan sus consecuencias.
Hemos hablado ya del fin de la lectura profunda, que transforma -para mal- la relación con el conocimiento de buena parte de las generaciones presentes. Pero es en el ámbito de las relaciones sociales e interpersonales donde resultan mas visibles y chocantes porque proyectan y amplifican las tendencias individualistas y atomizadoras de la cultura estadounidense.
Las nuevas formas de socialización digital proyectan el «ethos» de una sociedad ultra-atomizada: abstraído pero sin capacidad de abstracción, permanentemente conectado a fuentes de información pero con dificultad para conectar con sus iguales sin la mediación de una pantalla.
Las herramientas digitales impulsan así valores que, como afirmaba el sociólogo francés David Le Breton en su último libro, llevan hacia «el fin gradual de la conversación, suplantada por la comunicación».
En la era digital, los individuos se codean sin encontrarse, una especie de mónada sin rostro que se comunica a través de pantallas. Las ciberrelaciones nos hacen olvidar la existencia misma del otro, mientras la consulta constante de nuestro teléfono móvil reconfigura nuestra relación con el mundo. Lo único que nos queda para lo que nos rodea es un oído distraído, una atención empobrecida y un tiempo que se achica como nada.
Una comunicación mercantilizadora y goebbelsiana
Éste giro de la conversación a la comunicación que apunta Le Breton es especialmente importante. Por un lado subraya la pasividad del receptor. Por otro señala al cambio en las formas de percepción y escucha que se producen cuando se sustituye la conversación -interpersonal y distribuida- por la comunicación -institucional y centralizada.
Los canales de las aplicaciones de mensajería y las redes sociales de microblogging como X son un ejemplo de cómo, aunque el emisor sea un individuo, es llevado por el formato a comportarse institucionalmente en la comunicación. Instagram, TikTok y LinkedIn lo llevan un paso más allá animando a las personas a representarse como marcas. Y las apps de citas como Tinder directamente como producto que sale a un mercado.
Pero cuando vamos al Gran Juego de los medios, esas formas de comunicación mercantilizadoras de las personas se convierten en algo aún más siniestro.
Un grupo de economistas de la Universidad de Surrey demostró con un experimento social cuyas conclusiones se publicaron esta semana que cuando las personas se encuentran con la misma información varias veces, tienden a darle un peso indebido y toman decisiones ilógicas.
Descubrimos que la repetición de información (ya sea la misma estadística repetida o un mensaje que se repite en diferentes plataformas) hace que las personas sobreestimen su importancia, lo que las lleva a tomar decisiones que son, francamente, irracionales
Estamos más allá de la famosa máxima de Goebbels «una mentira repetida mil veces se convierte en verdad», ahora una noticia repetida mil veces se convierte en convicción y es capaz de modificar las creencias básicas de una persona por su mera reiteración.
Los investigadores remarcaban que sesgos a ese nivel «no deberían haber ocurrido si estuvieran siguiendo reglas de pensamiento tradicionales y lógicas»... pero es que esas reglas de pensamiento tradicionales son producto de prácticas sociales y por tanto de un contexto de socialización que está debilitándose. Conforme lo comunitario se erosiona o se disuelve, esas reglas de pensamiento que nos protegían de la manipulación descarada, dejan de ser operativas.
Es así como los medios -a través de una comunicación machacona y manipuladora- colaboran a alimentar aquello que declaran es su máximo enemigo -las fake news y las conspiranoias- creando una gimnasia que educa en la aceptabilidad de cualquier cosa siempre que se comparta muchas veces. Una epistemología muy útil en las batallitas partidarias y las promociones comerciales, sin duda, pero en realidad el resultado de una práctica antisocial que realimenta las peores tendencias en marcha.
Y es que, según una comunicación recientemente publicada en la revista Nature, hay una relación directa entre la soledad que proviene de la pérdida de vínculos con la comunidad y la tendencia a compartir conspiranoias variadas y supersticiones pseudocientíficas.
El identitarismo y la atomización
Llegados a este punto hemos de hacer una matización: la atomización destruye las relaciones comunitarias, no la socialización. Es decir, el individuo atomizado no deja de tener que participar en haceres y espacios colectivos. Simplemente no socializa mediado por un entorno propio ni desde una pertenencia comunitaria propia. Y ésto es decisivo porque pone al individuo en una permanente inseguridad respecto a los demás.
Greg Walton y Geoffrey Cohen, dos conocidos científicos del comportamiento acuñaron el término «incertidumbre de pertenencia» para referirse al estado mental en el que la persona sufre dudas sobre si es plenamente aceptado en un entorno particular o si alguna vez podrá serlo.
Podemos experimentarlo en el lugar de trabajo, en la escuela, en un restaurante elegante o incluso en un breve encuentro social. La incertidumbre de pertenencia tiene efectos adversos. Cuando percibimos amenazas a nuestro sentido de pertenencia, nuestro horizonte de posibilidades se reduce. Tendemos a interpretarnos a nosotros mismos, a otras personas y a la situación de una manera defensiva y autoprotectora. Inferimos con mayor facilidad que somos incapaces o que no deberíamos estar allí, que no entenderemos ni seremos comprendidos. Estamos menos inclinados a aceptar desafíos que supongan un riesgo de fracaso.
Pongamos un ejemplo. Al llegar a la Universidad o a un nuevo instituto, los jóvenes que han crecido en entornos fluidos más o menos precarios y participado de una socialización competitiva en el espacio virtual, tienen razones para temer no poder integrarse y llegar a pertenecer realmente al entorno al que llegan y se sienten excluidos en un momento u otro. Su reacción es defensiva. Van a buscar definirse dotándose de una identidad que les proteja e imponga su aceptación.
Y no es muy diferente lo que ocurre en cambios de ciclo, ante la llegada a un nuevo puesto de trabajo o a un nuevo barrio.
Este es el caldo de cultivo del identitarismo, especialmente entre los jóvenes. Ya se trate del nacionalismo xenófobo, del racismo, el racialismo o el neofeminismo anti-universalista.
Las «identidades» supuestamente esenciales les dan pertenencias imaginarias que explican de forma alagadora y victimista sus sentimientos, dándoles sensación de trascendencia y falsa seguridad.
El problema es que al generalizarse o al menos al masificarse, refuerza las fracturas y las líneas de discriminación. O, al menos, eso dicen los estudios de «Glocalities» una de las firmas de análisis sociológicos más influyentes en el partido demócrata de EEUU.
No hay que olvidar que durante la presidencia de Donald Trump, este partido hizo una apuesta fuerte por la Identity Politics, lo que supuso un fuerte impulso del neofeminismo y el nacionalismo negro, las versiones identitaristas del feminismo igualitario universalista y los movimientos de derechos civiles que formaban parte de la ideología del partido desde los años sesenta.
Lo que los informes de Glocalities encontraron fue que el resultado social de la apuesta demócrata por el identitarismo había sido una espiral de «incertidumbre de pertenencia» con resultados contraproducentes: la polarización entre los jóvenes se incrementó sin remedio, fortaleciendo las opciones más excluyentes y haciendo prácticamente imposibles programas políticos dirigidos a las mayorías sociales. Por eso la campaña de Kamala Harris busca ahora dejar atrás el identitarismo lo más discretamente posible, después de comprobar que, como dijo Nancy Pelosi, la posibilidad de tener una mujer como Presidenta de EEUU «llena de lágrimas mis ojos, pero no las urnas de votos».
En otros países como España se están produciendo fenómenos similares. Sin embargo, a diferencia de EEUU, no parece desarrollarse entre los dirigentes políticos la consciencia de que lo que provoca rechazo no es la igualdad, sino la «incertidumbre de pertenencia» que produce el identitarismo. Cuanto más tarden en darse cuenta peores serán las retroalimentaciones que produzca la espiral de miedos y exclusiones.
¿Dónde está la salida?
Enfrentar el identitarismo es importante porque alimenta la atomización y la pasividad. Pero el problema de fondo es la atomización. Y frente a ella no hay atajos ni caminos fáciles.
La única vía pasa, como siempre, por generar experiencias sociales que muestren el camino de salida. Palabras clave: comunidad, asociacionismo, cooperativismo, cooperativas de trabajo... maximalismo.