Intimidados
La semana pasada tuvimos reuniones en distintos Centros Integrales de Desarrollo. Son edificios públicos sostenidos por la Diputación provincial que sirven de contenedor de iniciativas sociales, grupos de desarrollo local, programas de formación, incubadoras... Dada la concentración de gentes e iniciativas, también son el conector entre las políticas públicas europeas a todos los niveles y las personas y grupos más activos de cada territorio. Basta echar un ojo a los tablones de anuncios para saber por dónde van los tiros de los distintos discursos que tratan de potenciarse oficialmente y su interpretación por el llamado sector social.
En uno de estos centros nos saludaba al llegar un cartel a una tinta, violeta feminista, con el mensaje: «Prohibido tener miedo». Nos llamó la atención y nos quedamos procesándolo en segundo plano.
Un par de días después un amigo nos llamó la atención sobre ExplainPaper, un servicio basado en IA orientado a estudiantes universitarios. La IA promete traducir a lenguaje sencillo aquellos párrafos de papers académicos que los estudiantes señalen como más difíciles.
De nuevo no sabíamos muy bien como hincarle el diente. ¿Era una señal de que el nivel universitario ha bajado hasta en los doctorandos y que a estas alturas ya no entienden ni siquiera la terminología de su especialidad? ¿Un nuevo ejemplo de la normalización de la pereza intelectual como actitud de la era IA?
Buscando entender un poco más, leímos los comentarios de los usuarios.
La palabra intimidated («intimidada») nos saltó inmediatamente a los ojos. Una compañera que está estudiando un master y tiene el pulso del ambiente de los postgrados en las universidades españolas, apuntó inmediatamente:
Eso de sentirse intimidada es equivalente a tener un miedo atroz, al punto de bloquearse y no leer.
Y remató:
Con un elemento más: colocar la responsabilidad en los otros. Tus «argumentos son complejos» y por tanto «confusos para mi», el texto es «difícil de entender», «me intimidan los sitios donde hay hombres»...
De repente todo casaba: la necesidad de tener ayuda IA para algo tan cotidiano como leer (o expresarse), la exigencia de espacios seguros para las cosas más peregrinas, la pasividad, el victimismo... estábamos con dos pies en el mundo de sentimientos y relaciones maleadas por el identitarismo. Y la palabra que lo definía era, de todas las posibles, la más característica de una moral de sometimiento: miedo.
Llevamos el miedo tatuado. Es un resto de miles de años de organización social basada en la explotación. La explotación necesitó siempre de nuestro miedo, de nuestro miedo a los dioses, de nuestro miedo a la Naturaleza, al conocimiento y sobre todo de nuestro miedo a los demás. El miedo hace más aceptable la dependencia, hace parecer la renuncia a nuestras responsabilidades vitales una liberación. El miedo es el camino del sometimiento, del fatalismo, lo opuesto a la autonomía personal. El miedo nos lleva a pedirle a quien tiene la fuerza que nos cuide, que nos proteja. El miedo nos empuja a aceptar consuelo. El miedo nos retrata como seres desvalidos y comunidades impotentes en un mundo catastrófico necesitado de poderes fuertes. El miedo es el enemigo dentro de nuestras cabezas.
Cuadernos Maximalistas #1
De la comunidad a la identidad
De la comunidad interpersonal de la aldea y el comunal a la comunidad nacional imaginada de la nación y el mercado
Las comunidades imaginadas son aquellas cuyo conjunto de miembros no conocemos ni podemos conocer, sólo imaginar en base a una serie de características supuestamente comunes. Aunque tiene un ilustre antecedente feudal en la idea de Cristiandad como cuerpo místico de Cristo, la primera comunidad imaginada moderna fue la nación.
Tal y como la concebimos hoy -es decir, como una comunidad imaginada de origen, lengua, cultura y destino- la nación es producto del gran movimiento de transformación económica y social que, partiendo de la Reforma Protestante, dará lugar al capitalismo y con él, a la idea de individuo soberano.
Sería incomprensible la expansión del sentimiento nacional en el siglo XIX si no hubiera servido para aportar pertenencia a millones de personas desarraigas a la fuerza de pequeñas comunidades de economía comunal agraria que se veían súbitamente trasplantadas a una vida fabril urbana, atomizada y masificada a la vez. En el pueblo cada uno sabía quién era y qué aportaba e importaba a los demás. En la ciudad sólo era un átomo prescindible de fuerza de trabajo a la venta, sin lazos ni parentesco relevante.
La nación, con su idealización -nostálgica e inconsecuente- del pasado rural y sus supuestas virtudes morales, daba al obrero migrante un relato sobre sus orígenes que le dignificaba por sus orígenes, más cercanos al alma de la nación y sus esencias, al tiempo que le ligaba a las gestas nacionales de las instituciones que le reprimían y las industrias y los patrones que le explotaban en una suerte de causa común trascendente: el glorioso destino de la nación.
La vieja comunidad real basada en el parentesco, el trabajo comunitario y el comunal de pastos, bosques y, muchas veces, de ganado y aperos, resistió transformándose en el nuevo medio. Sociedades obreras, cooperativas y mutuas surgieron entonces, y el deseo de mantener vivos los lazos de la familia extensa y la aldea se convirtieron en el rasgo definitorio de la cultura de los barrios populares, que conservaron elementos comunitarios notables hasta fechas recientes. Es en estos ambientes donde se mantiene encendido, hasta los años 30, un rescoldo internacionalista, es decir antinacional y antibelicista, que expresa el difícil encaje de los trabajadores en el nuevo orden social capitalista industrial.
No toca ahora entrar en por qué desapareció aquel mundo. La dominante del siglo XX fue su absorción dentro de la identidad nacional. Dos guerras mundiales y la importancia que todavía hoy tienen las competiciones deportivas entre selecciones nacionales, de las Olimpiadas a la Eurocopa, atestiguan como los procesos de inclusión de los trabajadores en el estado no sólo se sostuvieron sobre la democratización de las instituciones, sino sobre la nacionalización de las masas, generando vínculos extraordinariamente sólidos entre el estado democrático y las grandes mayorías sociales.
Todo apuntaba a que, al menos en los países más capitalizados, el siglo XXI sería un nuevo siglo nacional y sin embargo, a partir de los años 60 del siglo XX, aparecen señales de erosión de la identidad nacional desde un lado muy diferente y con un significado político muy distinto del de los ya entonces desaparecidos focos obreros de resistencia al nacionalismo.
De la comunidad nacional al caleidoscopio identitarista
Historiadores de la cultura en EEUU como David Jameson Hunter, que vuelve a ser citado por la prensa ahora que la Identity Politics se muestra contraproducente para las expectativas electorales del partido demócrata, señalan el nacimiento del identitarismo actual como resultado del vacío de significado creado por la crisis de la identidad nacional imperante en el país hasta los años sesenta.
Es como si la nación, convertida en un espejo roto en mil pedazos, se estuviera redefiniendo como la yuxtaposición de una multitud de comunidades imaginadas subnacionales de todo tipo (origen, raza, etnia, sexo, preferencia sexual, género, etc.) cada una de las cuales replica las pretensiones adanitas y excepcionalistas del molde original.
¿Había algo que pudiera llenar ese vacío de significado? ¿Había algo que pudiera dar a la gente un sentido compartido del bien y del mal, un sentido de propósito? Resulta que sí lo había: política de identidades. La gente de derechas y de izquierdas empezó a identificarse con un tipo particular de historia moral. Esta es la historia en la que mi grupo es la víctima de la opresión y otros grupos son los opresores. Para la gente que siente que flota en un vacío moral y social, esta historia ofrece un paisaje moral: están los malos allá y nosotros los buenos aquí. La historia proporciona un sentido de pertenencia. Proporciona reconocimiento social. Al expresar mi rabia, me ganaré su atención y su respeto.
David Brooks explicando a Hunter en el New York Times
Es cierto, todo identitarismo supone un intercambio implícito en el que se gana pertenencia (imaginaria) a una comunidad (imaginada) y superioridad moral a cambio de resentimiento y temor hacia otros.
Lo que la nación -siempre herida, siempre víctima, siempre desconfiada- era frente a otras naciones, lo son ahora sus herederas frente a las demás identidades y en especial frente a un trabajador heteroxesual blanco supuestamente en extinción demográfica y tan imaginado como imaginarios son los supuestos privilegios que le adjudican.
El temor hacia los otros que destila esta ideología es inevitable, porque si a los otros se les entiende también como representantes de otras identidades imaginadas su lógica de relación en el espacio público no puede ser más que autoritaria e impositiva. La idea democrática del diálogo, la razonabilidad y la persuasión que estaban en el ABC de la identidad democrática de la nación saltan por los aires.
Si los demás son malvados y están dispuestos a hacernos daño, entonces la persuasión es para tontos. Si nuestras creencias se definen por nuestras identidades y no por la razón individual y la experiencia personal, entonces los distintos estadounidenses viven en universos diferentes y no tiene sentido intentar participar en una democracia deliberativa. Sólo hay que aplastarlos. Hay que hacerse con el poder y el control de las instituciones y obligar a los demás a tragarse sus respuestas.
David Brooks explicando a Hunter en el New York Times
De nuevo es inevitable observar la transferencia del relato de lo internacional al orden interno. Pero, no nos desviemos, sigamos la lógica del argumento. La pregunta inevitable ante el razonamiento de Crooks y Hunter es ¿por qué se produjo el colapso del consenso democrático que sustentaba a la identidad nacional? ¿Qué pasó en los sesenta?
La nueva clerigalla universitaria
Habría mucho que decir sobre los cambios económicos y sociales que se produjeron al final del largo periodo de reconstrucción que siguió a la guerra mundial en EEUU, las potencias europeas y Japón. El demógrafo francés Emmanuel Todd señala sin embargo uno de ellos como causante del colapso del consenso de la identidad nacional que señalaba Hunter:
El umbral del 25% de personas con estudios superiores se alcanzó en Estados Unidos ya en 1965 (los europeos, al menos una generación más tarde). Curiosamente, esto se vio acompañado casi de inmediato por un descenso intelectual a todos los niveles.
Emmanuel Todd en La derrota de Occidente
Dejemos de lado ingenieros y graduados en biociencias y ciencias duras (que cayeron primero porcentualmente y luego, a partir de los ochenta, en términos absolutos). No hay que tener profundos conocimientos históricos para imaginar el efecto que sobre una sociedad produce una masa de graduados entrenados para gestionar sistemas burocratizados y fabricar ideología.
Centenares de miles de economistas, juristas, sociólogos, politólogos, historiadores y antropólogos se convirtieron en algo parecido a lo que los clérigos predicadores -el primer producto de la universidad europea- fueron a la ciudad tardomedieval.
Todd apunta cómo la masificación de la clerigalla universitaria rompe necesariamente la capacidad del estado y la sociedad para reproducirse ideológicamente, para conservar su capacidad de dar forma a las personas y, como decía Fichte, producir ciudadanos.
Atomización, nihismo y miedo
Para Todd llegados a este punto, tanto da comunidad imaginada o real. Se acelerará la erosión de todo lazo comunitario -sea real, es decir, interpersonal, o imaginado, ideológico. El colapso del universalismo da paso a una atomización generalizada que avanza como una bola de nieve llevándose por delante el sustrato mismo que permitía sostener la nación como una realidad si no homogénea al menos coherente.
El desarrollo de la enseñanza superior reestratifica la población, extingue el ethos igualitario que la alfabetización generalizada había difundido y, más allá de esto, cualquier sentimiento de pertenencia a una comunidad. La unidad religiosa e ideológica se hace añicos. Se pone así en marcha un proceso de atomización social y de mengua del individuo, que, al no estar ya vinculado por unos valores compartidos, se torna frágil.
Una atomización que empieza y actúa en el seno de las mismas élites económicas, políticas y culturales, que divorciadas del universalismo, empezarán a trabajar exclusivamente para sí mismas sin ocultar su resentimiento hacia las clases trabajadoras. Basta leer o escuchar las peroratas de los estudiantes de las grandes universidades estadounidenses (en su gran mayoría cooptados entre el 1% de las familias más ricas) contra los hombres blancos sin estudios superiores para entender a qué se refiere Todd.
Las clases con educación superior se creen intrínsecamente por encima, y las elites, como se ha dicho, se niegan a representar al pueblo, que queda relegado a actitudes que se califican de populistas (...)
La atomización social está en todas partes y conduce, en el caso de los dominados, a la pasividad y, en el de los dominantes, al activismo.
En ese estado en el que los más ricos exhiben odio de clase y culpan al 60% más pobre de reaccionarios, el nihilismo se convierte en moneda corriente y el único consenso emergente niega cualquier moral universal. Sólo el estado, crecientemente autoritario, puede evitar que las fracturas sociales se desarrollen hasta colapsar el conjunto social.
En una situación de atomización general, de vacío, el Estado gana en poder. Resulta lógico. Si la sociedad se descompone en individuos, el aparato estatal adquiere una importancia particular
El individualismo imaginativo del 68 se ha convertido en su propia distopía:
Una de las grandes ilusiones de los años sesenta –entre la revolución sexual angloamericana y el Mayo del 68 francés– fue la creencia de que el individuo sería más grande una vez liberado de lo colectivo (¡mea culpa, mea maxima culpa!).
Lo cierto es lo contrario.
El individuo sólo puede ser grande en y por medio de una comunidad. Solo, está condenado por naturaleza a encogerse. Ahora que nos hemos liberado en masa de las creencias metafísicas, fundadoras y derivadas, comunistas, socialistas o nacionales, experimentamos el vacío y nos encogemos. Nos convertimos en una multitud de enanos miméticos que ya no se atreven a pensar por sí mismos, pero que, sin embargo, resultan ser tan intolerantes como los creyentes de antaño.
Emmanuel Todd en La derrota de Occidente
Vivir y trabajar en comunidad o malvivir en el miedo
El identitarismo es una guerra permanente
¿Qué nos quiere transmitir Todd? La nación podía definirse en los términos más mezquinos frente a las demás, pero al mismo tiempo pretendía ser un cortafuegos necesario para proteger el jardín patrio separándolo de la jungla internacional y su barbarie.
La consecuencia es que tanto más se cargaban las tintas nacionalistas sobre el ser colectivo de las otras naciones y el espacio internacional, tanto más aspiraba la nación -es decir, el estado- a un tipo nacional basado en las virtudes de una moral universalista. Y ésto es importante, porque como señala Todd:
Las creencias colectivas no son solo ideas compartidas por individuos que les permiten actuar juntos. Los estructuran. Al inculcarles unas normas morales aprobadas por otros, los transforman.
Al fracturarse esas ideas compartidas, ese carácter configurador de cada uno que la nación tenía, el identitarismo se convierte en una auténtica distopía que normaliza la moral de las relaciones internacionales como moral de las relaciones sociales.
Fragilidad, miedo, sentimiento de pequeñez e inferioridad, victimismo, excepcionalismo permanente, renuncia a la comprensión del otro... todo lo peor que definía a cada identidad nacional frente a las demás, justificando un orden internacional en conflicto y barbarie eterna, se traslada inevitablemente a las identidades imaginadas creadas a su imagen y semejanza, produciendo un ambiente polarizado, particularista e invivible. Un modo de identificación con los propios y convivencia con los distintos basada, como la de los relatos nacionales, en la memoria y revitalización constante del agravio sobre la propia comunidad imaginada.
El resultado es un tipo humano frágil, miedoso y susceptible, como corresponde a una época en la que el recurso al autoritarismo está al orden del día porque sólo el estado puede mantener una mínima coherencia social en semejante espiral.
Este nuevo tipo humano necesita creencias que le reconforten, no verdades que le cuestionen, por eso abraza el relativismo y el dogmatismo a la vez haciendo de su representación pública una suerte de propaganda de guerra permanente; necesita sentirse igual a otros en su particularidad sufriente, por eso la mayor aproximación que puede considerar de un diferente es considerarle aliado en su fantasiosa campaña bélica contra el mundo; necesita consignas que le aporten la seguridad de una pertenencia imaginada, no laboriosas argumentaciones que le comprometan con otros, por eso ha abrazado la brevedad y la banalidad unívoca del zasca, las stories y los instagramers haciendo al esfuerzo intelectual su primera víctima por fuego amigo; necesita lugares seguros donde no tenga que encontrarse con ojos cuestionadores, por eso ha convertido cada centro de estudiantes en una pequeña OTAN canceladora...
Comunidad o guerra eterna
El zeitgeist lleva escrita la palabra guerra por los cuatro costados. Deberíamos tener claro que la forma de superar todas estas manifestaciones de la crisis de civilización en la que vivimos, no va a surgir de nuevas ni viejas comunidades imaginadas.
Si por algo clama el periodo histórico que vivimos es por una consciencia de especie operativa. Una forma de Humanidad que no sea una mera comunidad imaginada sino que nazca de la transformación de una sociedad global fracturada en una comunidad universal real capaz de satisfacer las necesidades de todos y reconciliarse consigo misma y con la Naturaleza de la que es parte.
Esa comunidad humana no es una utopía ni un señuelo. Empieza ahora y empieza aquí o no será nunca. Y eso significa afirmar la comunidad de trabajo y la comunidad de convivencia, el trabajo asociado y la vecindad, el conocimiento y una moral universal, un nuevo modo de trabajar y un nuevo modo de vivir.
No hay alternativa a un mundo en crisis que pueda construirse desde el miedo, la fragilidad y el subjetivismo. Todo empieza por vencer el pavor a comprometernos con los demás y con nuestra época y salir del reconfortante huevo del victimismo y el subjetivismo.
Es hora de trabajar juntos. Te esperamos.