El delirio y su verdad
Hemos entrado en una época en la que la propaganda ha normalizado el delirio y éste ha tomado vida propia y comenzado a tener relevancia social a una escala no vista en Europa desde los grandes pogroms antisemitas. Como entonces, delirios como los de los antivacunas, ponen en peligro de forma directa miles de vidas. Así que no cabe mirar para otro lado y dejar hacer como si fueran parte del ámbito individual de pensamiento y decisión de cada cual. Son una enfermedad social.
Ni el desprecio ni los verificadores de datos llevan a ningún lado. Las conspiranoias son un mal viaje al imaginario colectivo en el que se expresan desgarros sociales que no van a sanarse porque nos burlemos de los conspiranoicos ni porque los confrontemos con datos.
Datos no matan fake news entre otras cosas porque los delirios de una sociedad enferma se producen como última manera -monstruosa, deforme y antihumana- de hacer emerger verdades que ni los propios conspiranoicos quieren aceptar. Verdades que colocarían tanto a los verificadores como a los conspiranoicos ante una responsabilidad social que rechazan íntimamente.
Por eso los irracionalistas solo consiguen vomitar esas verdades bajo densas capas de miedos y sinsentido que les opacan la almendra de verdad en su propio cuento. Por eso los supuestos contrarios, los del fact checking, se enrocan en un tipo de respuesta que no produce resultados pero que les exonera de mirar más allá.
Delirios esclarecedores
Bloomberg publicaba ya hace casi tres años un artículo sobre una conspiranoia arquitectónica que luego ha seguido creciendo y que ilustra mejor que otros casos más sangrantes este fondo de verdad inadmisible que tiene la conspiranoia.
Los creyentes en un Imperio Tártaro global atribuyen los grandes edificios públicos del siglo XIX y XX (especialmente en EEUU) a una civilización mundial que existió hasta hace un centenar de años y cuyos restos habrían sido deliberadamente destruidos durante las dos guerras mundiales.
Contactamos en su estudio de grabación con Skaar, que trabaja como fontanero, no es arquitecto ni historiador, pero tiene opiniones firmes sobre ambas disciplinas. «Tenemos dos tipos de arquitectura muy diferentes», dice. Existe la arquitectura moderna (...) «cajas cuadradas de hormigón diseñadas para producirse muy rápido, muy barato y de manera muy eficaz». (...) Y luego está la arquitectura tártara. (...)
Las ciudades estadounidenses del siglo XIX suelen ser ricas en edificios reivindicados por los tártaros, especialmente los asentamientos jóvenes del Oeste, cuando grandes estructuras públicas parecían emerger de la naturaleza, rodeadas de chozas de madera y calles embarradas. Los edificios de capitolios estatales y los ayuntamientos con frecuencia se consideran palacios de la antigua Tartaria en lugar de edificios municipales de la Edad Dorada [como llaman en EEUU al boom del capitalismo industrial estadounidense].(...)
Existe una negativa más amplia a creer que la arquitectura pública pudiera haberse construido alguna vez en una atmósfera de generosidad y abundancia. Esto se ve reflejado en su asombro ante los grandes vestíbulos de doble altura y las puertas arqueadas de los edificios antiguos, que consideran artefactos que no están destinados a nosotros.
Como tal, una creencia canónica de los aficionados tártaros es que los elaborados pabellones temporales construidos para las ferias mundiales de finales del siglo XIX y principios del XX eran en realidad capitales tártaras. Les parece un derroche improbable que alguien haya erigido estos magníficos complejos, llenos de columnas estriadas, cúpulas y frontones, con yeso de París, fibra de cáñamo y paja, como se hizo para la Exposición Universal de 1893 en Chicago. (...)
El rostro de los villanos [que destruyeron Tartaria] no está claramente definido en el relato. Skaar culpa a «parásitos» cuasi místicos que se alimentan del dolor y la lucha, y lamenta que la vida contemporánea se haya convertido en un lugar donde «todo se basa en la tiranía, la codicia y la esclavitud». El comentarista de Tartaria está plagado de descontento económico; a menudo denuncian la evaluación y el desprecio de los edificios meramente como bienes vendibles, desvinculados de nociones más amplias de legado y logros culturales. Existe una comprensión recurrente e implícita de que los edificios, como el Edificio Singer, se derriban cuando dejan de generar dinero (lo único que realmente importa) y que el mundo es un vasto campo de depredación, donde los ricos y poderosos consumen a los pobres y débiles.
Dos observaciones:
- Podría parecer que es una paradoja que la perspectiva de una guerra global no ocupe un lugar central en estas pesadillas. Pero es que la gran mayoría de estos delirios nacieron en EEUU, donde y esta es la paradoja bien cultivada por los medios, la guerra no está presente como un riesgo directo para la vida de sus habitantes.
- El trabajo, la tecnología y la producción característica de la supuesta civilización tártara no están en el relato. Esto es muy típico de la ideología estadounidense también: la economía se define desde el consumo, no desde el trabajo y la producción. Pero como consumidores, imaginar un mundo memorable de lo común no es tan fácil. Como mucho da para fascinarse con los inmensos y decorados recibidores de los grandes edificios de Correos, un símbolo de la añoranza de un lugar en el que poder estar juntos.
En conjunto, ¿no resulta delirante? ¿De qué están hablando? De una civilización joven y progresista que durante todo el siglo XIX y hasta las guerras mundiales fue capaz de levantar edificios magníficos casi simultáneamente en todo el mundo que celebraban la experiencia humana con proliferación de espacios colectivos, detalles, sensaciones y decoraciones. Una civilización desaparecida, sustituida bruscamente después por otra de arquitectura Bauhaus opresiva e infame, hecha de cubitos, hormigón y malos materiales en un contexto de mercantilización obsesiva y destrucción nada creativa de lo bello y lo común.
¿La realidad? En Inglaterra, no en una mítica Asia Central, en el siglo XIX surgió una sociedad así. De hecho fue la primera civilización mundial. La llamamos capitalismo. Y efectivamente, durante más de un siglo su arquitectura reflejó tanto el carácter progresista del nuevo sistema como la experiencia humana -por primera vez global- que creaba. Y lo que también es cierto, esta civilización globalizadora entró en crisis a principios del siglo XX. Y fue una crisis hecatómbica: dos guerras mundiales que lejos de representar un «reinicio», dieron paso a un mundo en el que el crecimiento del capital y el desarrollo humano han estado y siguen estando cada vez más, divorciados. Y sí. La arquitectura Bauhaus, lo que los arquitectos llaman el «movimiento moderno», es una expresión más de ese divorcio que viene acompañado, en lo cultural, de una mercantilización de la vida cotidiana y las relaciones interpersonales que reducen la vida a una serie de intercambios y procesos maquinales.
Así que el delirio tártaro resultó ser una metáfora de la crisis de civilización, una distopía que habla de nuestro tiempo histórico.
¿Qué es el cuento tártaro? ¿Qué es el delirio del jet stream y la sequía? ¿Qué almendra de verdad hay bajo los antivacunas? La certeza de que la distopía es ésto que vivimos. Una civilización que ya no sirve a la Humanidad, que está en oposición abierta con la Naturaleza de la que es parte y en la que las grandes instituciones -Big Tech, Big Pharma, etc.- ya no sirven para avanzar, ni mucho menos, ni para resolver las contradicciones que el sistema acumula.
Utopías de postureta
Más difícil de digerir en realidad, al menos para nosotros, es que la vuelta de la utopía como género -la antítesis racionalista del delirio conspiranoico- no sea en absoluto utópica.
La línea abierta por Utopía para realistas, que de utopía sólo conserva la fantasía de imponer planes salvíficos a una realidad económica convertida en apisonadora, se ha ahondado durante y tras la pandemia con ilustres como Yanis Varoufakis y su Otra realidad.
En su libro Varoufakis finge descubrir el cooperativismo de trabajo y plantea, a estas alturas, un sueño proudhoniano: cooperativizar en masa el tejido productivo manteniendo el mercado como distribuidor de recursos.
La impostura -de la que no puede acusarse a los owenistas, fourieristas, ni icarianos históricos- es evidente: ¿se puede abrazar una utopía cooperativista sin haber pegado palo al agua ni haberse molestado en conocer el cooperativismo real? ¿Sin estudiar sus límites y contradicciones, sin aportar caminos y urgencias materiales para desarrollarlo?
Vayan al libro y busquen un mínimo balance, siquiera idealizado, del cooperativismo de trabajo realmente existente. Vayan a Diem25, el movimiento europeo impulsado por el autor y encuentren si pueden algo que tenga que ver con las cooperativas de trabajo y su -nuestra- relación con el mundo y el mercado, con los distintos enfoques, con las disyuntivas...
No. No existe. El cooperativismo de trabajo, que ni siquiera se llama por su nombre en el libro aunque se describa en detalle, está ausente de toda materialidad. Para hacerlo utópico se ha reducido a fantasía abstracta, a ocurrencia sin nombre.
Las utopías pertenecen a esos momentos en los que la sociedad se pone de puntillas y busca su futuro en el horizonte. De ellas se aprende por su utilidad como modelo, como maqueta conceptual en la que simular una alternativa en contraste con los movimientos y tendencias reales y vivas -por marginales o germinales que sean. Pero es difícil aprender nada de una utopía cuando el ejercicio utópico se reduce a postureo.
Ni delirio, ni utopía: hacer concreto por modesto que sea
Como contraste con los delirios de unos y los postureos falsamente utópicos de otros, basta una línea de la página de la Fundación Repoblación:
Incubamos y aceleramos proyectos sin ánimo de lucro en el medio rural.
En menos espacio que un anuncio por palabras algo muy concreto: ¿quieres cambiar de verdad de modo de vida? Escribe a la fundación y cuéntale tu idea a grandes rasgos: ¿Qué te gustaría hacer para ganarte la vida? ¿Qué sentido social tiene? ¿Qué aportaría que se situara en un pueblo en despoblación? ¿Con quién lo harías?
A partir de ahí, trabajaremos paso a paso: construyendo un equipo y un comunal cooperativo, dándoos la formación y el consejo que necesitéis, buscando con vosotros las herramientas para ponerlo sobre sus propios pies, y buscando juntos los primeros aliados e ingresos. Y después de ésta fase, la de incubación, vendría la aceleración, es decir el acompañamiento en el primer crecimiento hasta ajustar vuestra cooperativa al nuevo modo de vida que perseguís en el mundo rural.
No es ningún delirio. Tampoco es nada utópico ni hay postureo alguno. Sólo se trata de hacer ordenadamente cosas necesarias, muy tangibles y concretas con una perspectiva y un resultado material útil social y humanamente.
Es lo que toca y a lo que te convocamos. Empieza con una conversación, con un simple correo o un mensaje en el grupo de Telegram. Y sigue de la única manera en la que las cosas cambian a mejor: trabajando.