Antes de nada, algunas ideas claras sobre lo que no nos mueve:
No nos mueve la idealización de lo rural ni una supuesta «vuelta» a la naturaleza. Tenemos demasiado cerca, generacional y geográficamente la vida rural como para saber que no es fácil ni bucólica. Y tenemos clarísimo también que nuestra meta no es el aislamiento individualista al estilo de un Thoreau, buscando «esencias» de lo humano en la soledad de «lo salvaje». Nuestro «idealismo» es mucho más práctico.
Entre el 65 y el 70% de la población mundial estará concentrada en ciudades en el año 2050. Las consecuencias, que empezamos a ver ya, son infames.
- El número de días al año con temperaturas peligrosas para la vida se ha triplicado en las grandes ciudades desde los años 80 como efecto combinado del aumento de población urbana y de la subida del calentamiento urbano (mezcla de cambio climático y de la sobreconcentración de asfalto y materiales que acumulan calor).
- El efecto de las grandes ciudades sobre el ciclo del agua y sobre la química atmosférica, no solo ha convertido a las grandes acumulaciones urbanas en agentes de primer orden y aceleradores del cambio climático, sino en verdaderas máquinas enormes de transformación del medio para mal. Algo que ni siquiera el cambio a energías limpias cambiará.
- El COVID, el Zika, el Dengue, la Chikunguña… nos están enseñando la relación entre la expansión del medio urbano, el empobrecimiento del campo por las dinámicas de mercado que genera, y la evolución y extensión de nuevas epidemias.
- Y finalmente, el efecto sobre la vida social y comunitaria humana no es menos arrasador. Hace mucho ya que el eslogan medieval que decía que el aire de la ciudad nos hace libres dejó de ser verdad. La sobreescala de las ciudades, la precarización de las condiciones de trabajo, un urbanismo inhumano y segregador que aumenta continuamente los trayectos medios casa-trabajo... todo suma a la destrucción de los lazos comunitarios y solidarios básicos: desde la familia a un puesto de trabajo que, en el mejor de los casos, es cada vez más, volante o, como dicen los apologetas, fluido, es decir individualizante y alienante al extremo.
Las consecuencias resultantes, que se alimentan unas a otras como en toda crisis de civilización, toman la forma de verdaderas epidemias sociales: salud mental, soledad, suicidios…
¿Y entonces? ¿Es una huida? No, todo lo contrario, es una batalla a dar en cuatro frentes.
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Cada vez que un pueblo se vacía muchas cosas mueren: menos fácilmente reversible es el proceso, y más fácil es que la propiedad rural se concentre alrededor de fondos de inversión que utilizan tecnologías ultraintensivas y calculan su margen -como pasó con los fondos sojeros- en un horizonte en el que la tierra se habrá empobrecido hasta volverse incultivable. Ayudar a los pueblos a resistir es urgente.
Hay que pensar que los técnicos del Ministerio de Agricultura dicen a la clara: que en no pocas regiones, en diez años, las tierras cultivadas de hoy que no se hayan convertido al regadío y el ultraintensivo serán abandonadas (y no, el rewildening pasivo no es una buena noticia para la biodiversidad, así que no hay lado bueno que mirar).
Pero nunca basta la resistencia. Resistir es ganar tiempo ante algo que, de no construirse alternativas, se convierte en inevitable. De lo que se trata es de usar tecnologías productivas sostenibles y de pequeña escala en sectores hoy ausentes del mundo rural para revivificarlo.
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Una de las claves de las dificultades crecientes para crear tejidos sociales densos en la ciudad -y no solo movilizaciones explosivas y a veces exitosas, pero siempre fugaces- es el espacio. La imposibilidad de acceso a espacios: espacios de vivienda y espacios colectivos. Estos últimos tanto por motivos económicos (precios y falta de un tejido de cooperativas previo como el que impulsó el movimiento de construcción de Casas del Pueblo hace un siglo) como porque las cargas laborales, los ritmos y las distancias hacen en extremo difícil sumar a personas suficientes como para darles vida.
Y esto es dramático. Sabemos por ejemplo, y se lo dice a España ya hasta la OCDE, que está ensanchándose a toda velocidad la fractura de clase en la escuela. Que los chicos de familias con ingresos más bajos y sin acceso a clases de refuerzo tienen una probablidad mucho mayor de abandono y fracaso escolar. ¿Por qué no aparecen sistemas cooperativos, vecinales o asociativos para paliar ésto? No tanto porque falten espacios físicos para hacerlo -prácticamente cualquier ayuntamiento lo apoyaría- sino porque faltan sitios abiertos de encuentro, formación, discusión y maduración (en realidad,m faltan las Casas del Pueblo y los Ateneos obreros del siglo XXI).
Crear espacios así en el mundo rural, en llamamiento constante a los que en la ciudad se plantean buscar soluciones, darles la oportunidades de encuentro, formación, acceso a herramientas, etc. Es una forma de apoyar e incubar la aparición de un verdadero tejido social en la ciudad y resistir a las tendencias al aislamiento y la pasividad frustrante y forzada.
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Desde los 70 no hemos conocido el pleno empleo. Desde los 90 la precarización ha pasado de ser un tránsito en la vida laboral de los jóvenes a convertirse en un modo de vida y el patrón de buena parte de las vidas laborales. Por mucho que la edad de fin de estudios y la de salida al mundo laboral se hayan ido retrasando, el porcentaje de parados, subempleados y precarios ha seguido aumentando y no tiene pinta de reducirse aunque se encubra estadísticamente. Y el resultado sobre las vidas y las personalidades no es tampoco precisamente bueno: la edad de emancipación se retrasa cada vez más apuntando a vidas cada vez más infantilizadas y frágiles emocionalmente.
Porque la dificultad para «ganarse la vida» no sólo deja en el vacío el «qué hacer con la vida», tiene un efecto que realimenta la atomización y la violencia difusa: invisibiliza la centralidad del trabajo y por tanto impulsa a generaciones enteras hacia una cultura identitarista y esencialista (importa lo que «soy», ya que «no hago» nada) que, como todo identitarismo, va a responder cada vez con más violencia a la diferencia y el desacuerdo.
En ese marco, la conquista del trabajo, especialmente para los jóvenes, pero también para los trabajadores mayores de cincuenta, los de empresas reconvertidas, los que serán víctimas de la IA y la automatización, los precarios, los parados de larga duración y buena parte de los jubilados, es un verdadero frente de batalla que no podemos ignorar. Menos aún los que apostamos por el cooperativismo de trabajo.
Pero... ¿puede haber conquista del trabajo sin la conquista previa de espacios físicos, sociales y económicos propios del tejido social organizado? Volvemos al punto anterior:
Para transformar la ciudad necesitamos revivificar el campo, crear nuevas actividades y tejido económico en él y construir espacios de encuentro en diálogo con los que en la ciudad se resisten a ser atomizados, invisibilizados y excluidos por un crecimiento cada vez más antagónico al desarrollo humano.
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Es impensable que la repoblación pueda alcanzar cierta escala si no se sustenta desde ya en lo cooperativo, lo colectivo y lo social, en el reconocimiento de la centralidad del trabajo y la creación de nuevos comunales de acceso universal.
Y esto tiene un retrueque: en nuestros objetivos y mensajes tenemos que ser tan honestos como valientes. No podemos caer en vergüenzas y complejos de inferioridad... a pesar del ambiente cultural creado artificialmente por la industria mediática y cultural. Esas empresas, que renunciaron primero a formar y luego a informar, han creado desde hace décadas en una cultura execrable. Medios y productos culturales machacan a machamartillo una moral del depredador que pretende que pidamos perdón y nos excusemos por buscar el bienestar colectivo en vez de buscar ganancias privadas a costa de los demás. Sin enfrentarla y exponerla no vamos a vencer el derrotismo. La batalla cultural y moral es importantísima ahora. Más que nunca.
Resumiendo: los problemas a los que nos enfrentamos y que se concentran en la relación ciudad-ruralidad, tienen dimensiones civilizatorias, pero pueden enfrentarse de manera muy concreta en espacios concretos.
Todo lo que podemos aportar: relación con las grandes ciudades, nuevas tecnologías sostenibles, nuevas actividades económicas y sobre todo, nuevos modelos de trabajo cooperativo y una cultura basada en los valores de la cooperación, lo comunitario y el trabajo, es precisamente lo que más útil y necesario es para impulsar un movimiento por la repoblación que cuaje como movimiento social real potente a partir del que quizás, sólo quizás, consigamos cambiar el mundo entre todos.