¿Qué esperanza?
La ola autoritaria que recorre el mundo, de China a Chile pasando por Europa, se alimenta de desesperanza y se consolida con la idea de que mañana será peor que hoy. La necesidad de recuperar esperanza está sobre la mesa, pero... ¿esperanza en qué?
La ola autoritaria crece con los jóvenes
Desde China a Chile pasando por España, Portugal, Gran Bretaña y Francia, la salida autoritaria amenaza con ganar la hegemonía social cabalgando sobre el desapego de los jóvenes por el sistema político y económico. Es algo de lo que venían advirtiéndonos los estudios sociológicos al menos desde 2023:
La devaluación del discurso, de los mensajes del poder establecido y del futuro, cuando se suman, se tornan en un desapego creciente hacia la democracia. Es un viejo tema en el Este de Europa y EEUU, lo hemos visto eclosionar en Argentina y está llegando cada vez más a España.
Si cuando este desapego se produce entre las generaciones mayores refleja el crecimiento en la sombra de un fatalismo derrotista que tiende al negacionismo y a la aceptación de respuestas autoritarias (aunque sigue siendo limitado); entre los jóvenes, donde es mucho más marcado, refleja de manera exagerada la devaluación acelerada del discurso en favor de la acción y de quienes se atribuyen representarla.
El punto de contacto entre unos y otros es la capacidad de aceptar, al menos como posibles, las soluciones políticas autoritarias. Ya sea por culto a la acción o por puro fatalismo, la salida, a la que se van predisponiendo aquellos que menos confían en el sistema, es la autoritaria/reaccionaria.
La ola no ha hecho más que crecer desde entonces y aún tiene recorrido. Inevitablemente va acompañada y se alimenta de una revitalización del discurso amigo-enemigo bajo la antinomia productor-parásito. Como apuntaba Esteban Hernández, esta oposición discursiva no es un mero recurso retórico populista, refleja una realidad material más profunda en el seno del poder económico:
La separación entre capital y trabajo ha quedado oscurecida por una de mayor entidad, la que enfrenta al capital productivo y al capital financiero. La derrota del primero dio lugar a la financiarización de la economía.[... Por eso] los partidos que prometen reducir las desigualdades sin recurrir a la antinomia entre productor y parásito no logran movilizar.
La cultura y los valores antisociales del capital financiero los conocemos -y detestamos- sobradamente: neoliberalismo por la derecha e identitarismo por la izquierda. En ambas alas: negación pura, simple y cínica del valor del trabajo y los que trabajan. Las delicias de la dialéctica amigo-enemigo y su lógica totalitaria empezamos a verlas ahora.
Un sectarismo que hasta hace poco se hubiera considerado simplemente ridículo, ha tomado carta de movimiento social y se enseñorea por la vida cotidiana con la lógica del consumismo rebelde y los modos de las viejas teocracias. Y así desde la elección de fuentes tipográficas a las compras de material de bricolage las guerras culturarles y los boicots cambian de bando para significar cada pequeña elección cotidiana como una aparente acción política mientras, en realidad, se refuerzan la atomización y la pasividad.
El nuevo ciudadano, falsamente empoderado por el autoritarismo, obtiene el ilusorio poder de castigar y excluir a imaginarios grupos parásitos en ceremonias de linchamiento virtual. No es de extrañar que vuelva el antisemitismo, porque el molde es el mismo que el de lo que Bebel llamó una vez el socialismo de los imbéciles.
El futuro y la esperanza
Nuestros amigos de Two Much, que fueron los primeros, ya hace años, en mostrar en sus estudios los cambios de mentalidad que afloraban entre los más jóvenes dicen que la normalización del autoritarismo:
Tiene que ver con el relato sobre el futuro que se está haciendo hegemónico. Que el mañana será peor que el hoy.
Y citando a Byung-Chul Han concluyen que si el pesimismo y el miedo son los que legitiman la solución autoritaria:
Es tiempo de poner la Esperanza en el centro de nuestras vidas [porque] la esperanza nos abre a lo nuevo.
Esperanza ¿en qué?
La cuestión es en qué se puede poner esperanza. El modelo europeo se ha dejado ajar país a país. Los servicios públicos básicos están en caída en todo el continente. Por la derecha se privatizan o cierran, mientras que por la izquierda -que ha abrazado el discurso de la justicia social como alternativa a la universalidad- se les reduce cada vez más a la categoría de recurso asistencial por la vía de los hechos.
El mercado no es precisamente una luz brillante al final del tunel cuando la precarización va en alza, la edad de emancipación crece incluso en Gran Bretaña y Europa en su conjunto sufre una desindustrialización rampante.
Y para rematar, la UE vuelve a las andadas de la austeridad pero, como decía esta semana alguien tan poco sospechoso de euroescepticismo como Pimentel , «quiere destinar más a defensa que al campo».
De hecho, ya nadie pone en cuestión el carácter irreversible de la decadencia europea. El debate se limita a cómo deben adaptarse los grupos de poder a la dependencia de unos EEUU que declaran abiertamente que su política de seguridad pasa por impulsar cambios de régimen en el continente aupando al poder a las fuerzas de la ultraderecha nacionalista. Una amenaza, por cierto, digna de tomarse en serio.
La clave
Si sumamos todo, resulta claro que el homologarse a Europa que sirvió de cohesionador social y proyecto colectivo desde 1978 a 2008, no funciona ni funcionará de aquí en adelante. O lo que es lo mismo, la esperanza capaz de disolver la tentación autoritaria no puede resurgir ni desde el stablishment político europeo ni desde el modelo económico y social que se dibuja desde el mercado y las instituciones.
Un nuevo modo de vivir
Más allá de lo que sale diariamente en los periódicos y regurgitan los bots y los fanáticos en redes sociales, en estos años hay al menos dos tendencias de fondo dignas de suscitar esperanza por mucho que se invisibilicen en el debate público.
En primer lugar, hay un verdadero movimiento masivo de recuperación de la economía productiva a través de la compra de empresas por sus trabajadores.
En países clave como EEUU, Gran Bretaña, Francia o Italia y en sectores muy diferentes, desde el primario y la industria a los servicios avanzados, miles de trabajadores están comprando la propiedad de sus empresas y contando en el empeño cada vez más con el apoyo de instituciones políticas locales.
Este movimiento se une además a un crecimiento sostenido en la creación de nuevas cooperativas de trabajo en países como Francia (300 anualmente) o España (más de 1.200 cada año). Las estadísticas nos dicen que estos nuevos emprendimientos cooperativos son la herramienta con la que muchos jóvenes de las ciudades medianas y del rural conquistan el trabajo.
En segundo lugar, las grandes ciudades globales están dejando de ser el sumidero que succiona la vitalidad de los territorios. En España, que tiene dos ciudades globales, los datos cuentan algo nuevo:
Madrid y Barcelona, que tradicionalmente actuaban como polos de atracción, han vivido en los dos últimos años un vuelco: sus saldos netos de entradas y salidas son prácticamente nulos por primera vez desde que hay registros. En 2024, Madrid perdió 54.500 trabajadores y ganó 55.271; Barcelona envió 30.295 y recibió 30.475. El modelo se está dando la vuelta.
Unamos los puntos. Más allá del postureo airado del pasivo sobrado, hay acción colectiva que transforma de verdad y construye un mejor modo de vivir. Si se sabe mirar más allá de un centro que da vueltas sin llegar a ningún lado, lo que se ve es que se puede hacer mucho con poco desde abajo y desde la periferia. Y eso es digno de esperanza. Aunque solo sea porque demuestra resultados aquí y ahora.