¿Qué pasa si añadimos la esperanza?
¿Añadir la esperanza al «espíritu de comunidad» convierte la moral comunitaria en una suerte de religión? Algunos autores escribieron ya sobre ésto hace más de un siglo y llegaron a la conclusión de que era inevitable: de la unión de espíritu de comunidad y esperanza surge una forma de trascendencia, no orientada hacia una divinidad, sino hacia la restauración de la Humanidad como comunidad.
El efecto esperanza
La complacencia con el autoritarismo se alimenta de la ausencia de esperanza. La esperanza nos abre al futuro, a lo distinto, a la imaginación. La alternativa es abandonar el presente a su suerte y abrazar la pasividad social y el consumismo de la memoria (generalmente implantada) en nombre de la nostalgia.
Sin embargo, añadir la esperanza a la moral comunitaria lo cambia todo. Pensar y actuar con esperanza significa creer que el resultado de obrar con espíritu de comunidad no sólo es bueno para mi y mi comunidad, sino que va a tener efectos más allá. Dicho de otro modo: esperanza significa aspirar a que nuestras acciones van a trascender el pequeño mundo de nuestra comunidad inmediata y tener efectos, que por pequeños que sean en lo inmediato, incorporan la vocación del individuo de aportar a toda la especie humana. Es decir, incorporar la esperanza significa aceptar nuestra vocación de trascendencencia.
Pero cuando se unen moral y trascendencia ¿no estamos en el fangoso terreno de las religiones por mucho que nos resulten ajenas o simplemente ignoremos divinidades, almas inmortales, seres sobrenaturales e historias sagradas?
¿Una religión sin dioses?
No somos los primeros en preguntarnos algo así. En 1907 Anatoli Lunacharski, uno de los socialdemócratas rusos más interesantes de su época, entonces en el grupo de Plejanov, el Kautsky ruso, se hizo una pregunta similar. Su respuesta fue afirmativa. Para él el idealismo de la especie es la expresión externa de la visión social y por tanto moral que corresponde realmente a nuestra época, o mejor dicho, una visión orientada al futuro a la que ha de aspirar nuestra época.
El individuo consciente identifica sus propios fines con los de la especie. ¿Qué siente tal personalidad consciente? Subordina sus propios fines a los de la especie. En esto reside su gran diferencia respecto al individualismo antirreligioso de Stirner que se burlaba de la «criptorreligiosidad de los ateos colectivistas».
Para Lunacharski, la emancipación de nuestra especie, que para él es equivalente a la restauración de la comunidad humana, «tiene en su aspecto externo un carácter de revolución en la autoconciencia del hombre» que está «distante por igual» del teocentrismo de las viejas religiones y del egocentrismo individualista del pensamiento irreligioso. Si en la primera alternativa «el baricentro está en dios y el hombre gira, por así decirlo, en torno suyo», en la segunda «el centro está en el yo y todo el mundo gira entorno a él». La alternativa: el antropocentrismo, en la que:
El centro es la especie, el colectivo, la comunidad. La personalidad gira en torno a la especie, pero siente su unión radical con ella.
Este antropocentrismo, como el de Adler y el de casi todos los socialistas de la época, no es un cosmismo, no busca la trascendencia en el Universo o la Naturaleza como alternativa presuntamente materialista a la divinidad, porque:
Por encima de los límites de la actividad humana [es decir, de lo que los humanos podemos conocer mediante nuestra acción que es siempre transformación de la Naturaleza y la sociedad] está lo «incógnito» sin fondo, del que no podemos hablar bien ni mal sin caer en una caduca metafísica.
Lo único originalmente conocido es la especie humana con sus posibilidades, su flujo vital, cuya cálida oleada y tensión de energía advertimos en nosotros mismos. Esta es para nosotros la fuerza que lo crea todo, de la que todo se espera, es la verdad viva, la belleza viva y el bien vivo y es también su fuente.
Lo que es aún más interesante, Lunacharski liga progreso a trabajo y trabajo a comunidad, inscribiendo la moral comunitaria y el idealismo de especie en el que desemboca cuando incorporamos la esperanza, el futuro posible, en una dinámica de mejora material de las capacidades de la especie para satisfacer sus propias necesidades materiales y generar conocimiento.
La fuerza motriz del progreso es el desarrollo de la técnica (procedimientos e instrumentos) que representa la acumulación y elaboración de la experiencia de trabajo. La práctica origina el conocimiento, lo concreta y limita, y lo verifica.
El trabajo humano es colectivo, no puede quedarse en la conciencia de un trabajador aislado. Para que el hombre sea libre, para que los resultados se correspondan por completo con sus fines, es necesaria la organización de la conciencia y la voluntad colectiva.El deseo de vivir que está en la base del trabajo tiene como expresión el ideal del poder económico de la Humanidad. El deseo de vivir y el ansia de libertad, que son inseparables (ambos coinciden sustancialmente) solo pueden encontrar su expresión plena en el ideal de la integridad perfecta y de la unidad interna del verdadero sujeto del ser social: la comunidad.
En consecuencia: el aumento de las fuerzas productivas de la Humanidad, es la primera tarea que debe emprender necesariamente en toda circunstancia la Humanidad cuyo pensamiento y sentimiento hayan captado la vida en todo su desarrollo. La comunidad es la segunda tarea y únicamente con su realización adquiere un verdadero sentido la acumulación de capacidades realizada por la Humanidad.
Lunacharski abraza, con todas las consecuencias, la religión del progreso y la centralidad del trabajo supeditándolas a la restauración de la comunidad humana. El resultado de unir ambos elementos es la aparición de una perspectiva superior: la restauración de la Humanidad como comunidad. La moral comunitaria muta así en una moral universalista capaz de sostener un modo de vivir desde la comunidad de pertenencia para la especie en su conjunto.
¿Es posible otra trascendencia distinta de la especie o la divinidad?

Martin Buber que, como vimos, anduvo muy cerca de los primeros debates adlerianos a través de Alice Rühle-Gerstel, nunca dio sin embargo el salto del yo al nosotros, de la relación entre individuos aislados a la comunidad como sujeto colectivo. El resultado es su ética dialógica en la que la realización del individuo sólo puede producirse en la relación Yo-Tú, donde se experimenta la presencia y la comunión si cada uno se abre a ver al otro como un fin en sí mismo y rechaza instrumentlizar la relación.
La consecuencia principal de la ética buberiana -aprender a ver a cada uno de los demás como un fin en sí mismo- es una joya del pensamiento moral, pero al estar enclaustrada en una relación uno a uno, es decir, al no renunciar al individualismo como punto de partida, su trascendencia no puede proyectarse en el mundo social y escapa hacia los cielos del «Tú eterno» (la divinidad o la abstracción idealizada de la Humanidad) que, por su propio carácter ideal, nunca puede ser objetivado. Al final, la ética dialógica, que exige la reciprocidad, no deja de ser una ética del intercambio y por tanto, en el fondo, una ética mercantil incompatible con la restauración de la Humanidad como comunidad.
Empezamos a juntar las piezas
O individualismo y dioses o comunidad y Humanidad. Una vez incorporamos la esperanza a la moral no hay más trascendencia posible. Intentar construir una moral, siquiera experiencial como la buberiana, desde el individualismo, o como le llamaba Lunacharski, desde el egocentrismo, no permite otra trascendencia que la que lleva necesariamente de vuelta al teocentrismo.
Por otro lado, si sobre la moral comunitaria incorporamos la esperanza, es decir, aceptamos que la moral es el futuro actuando en el presente, estamos abrazando una forma de trascendencia que, al final, nos conduce de la restauración de la comunidad humana inmediata, aquella en la que vivimos, a abrazar la restauración de la Humanidad como comunidad como perspectiva universal. O al menos como punto de convergencia de cualquier modo de vivir moral.