Crecimiento, desarrollo humano y emisiones
La contaminación, la deforestación y el conjunto de cosas que suelen etiquetarse como «daño al medioambiente» han crecido durante los últimos 250 años -lo que llevamos de capitalismo- al ritmo del resto de las principales variables que miden el crecimiento del capital acumulado en la economía global: una especie de función exponencial frenada, cada vez más frecuentemente, por periodos de crisis.
Durante la mayor parte de ese periodo el crecimiento (del capital) produjo desarrollo humano. Pero hay umbrales y límites para todo. Y a partir de cierto punto -o más bien de cierta época- crecimiento y desarrollo se disocian cada vez más abiertamente.
La paradoja capitalista
Es importante entender la paradoja: el capitalismo había creado una civilización industrial, la primera civilización industrial de la historia humana- y al hacerlo había permitido a la población mundial crecer como nunca, alcanzar un nivel de satisfacción de sus necesidades como nunca había existido hasta entonces, había desarrollado el nivel de conocimiento, multiplicado las capacidades de transformación de la tecnología y, lo que no es menos importante, como el sistema es global, ocupa el planeta entero, la Humanidad se dio cuenta por primera vez de que era Humanidad, una única especie, no una suma de asentamientos, estados y sistemas.
Pero, llegado a cierto punto, todo aquello en lo que se basa esa civilización industrial, lo que hoy se llamaría «modelo de crecimiento» empezó a jugar en contra y socavar las bases de la habitabilidad del mismo planeta.
En lo que hace al clima ese momento en el que las cifras de emisiones empiezan a escalar y hacer cada vez más difícil un horizonte sostenible se sitúa en los años 30, con la salida de la gran crisis del 29 (el momento, por cierto, en el que el militarismo toma el control de la producción industrial y el sistema se orienta hacia una nueva guerra mundial).
La Crisis de Civilización
En ningún sistema lo que el propio sistema entiende por crecimiento acompaña indefinidamente al desarrollo humano. Las civilizaciones entran en crisis. Y no porque acaben con los recursos naturales a su disposición, sino porque crean un nuevo mundo en el que sus propios juegos de reglas, privilegios y explotaciones, y hasta los conceptos que sirvieron para auto-entenderse, dejan de significar lo que significaban originalmente y se tornan contraproducentes para la «buena marcha» del conjunto.
En esta ocasión, con un sistema que es además, por primera vez en la historia, global, las lucecitas rojas forman desde hace mucho un verdadero árbol de Navidad hecatómbico: tras dos guerras que llamamos mundiales porque nunca las había habido que involucraran a tantos millones de personas en tantos continentes, se desarrollaron arsenales nucleares capaces de arrasar el planeta entero varias veces. Y luego, un buen día, los científicos empezaron a darse cuenta de que no íbamos hacia una nueva glaciación como tocaba, sino más bien en sentido contrario. Y empezaron a echar cálculos.
Pasado cierto umbral, la división campo ciudad exacerbada por la movilización masiva de personas del campo a la ciudad, había significado crear sistemas de vivienda colmena (para alojarlas) y transporte (para llevarlas a trabajar) que multiplicaban por cinco las emisiones de una industria que ya era por sí contaminante. La capacidad de absorción de CO2 y otros gases de efecto invernadero por los ecosistemas marinos y terrestres había sido superada en mucho.
¿Soluciones?
El Pacto Verde y su idea central: incentivar al capital para arreglar sus propios destrozos
¿Solución obvia? Eliminar emisiones. Pero... ¿se pueden eliminar emisiones sin transformar todo el sistema de organización social que nos ha llevado a producirlas? ¿Los gestores y dueños de los capitales invertidos en todo el sistema creado, desde empresas de automoción a las petroleras pasando por distribuidoras de alimentos, no iban a resistirse y atrincherarse para evitarlo?
La idea del «Pacto Verde» es que se les puede seducir usando su propio lenguaje e intereses. Básicamente: se puede comprar su apoyo si se ponen los «incentivos» de beneficio suficientes. No sale gratis para la gente común, sean trabajadores, agricultores o pequeños comerciantes y autónomos. El Pacto Verde significa renunciar a bienestar para unos y para otros simplemente saltar o agravar la pobreza, con tal de asegurar que los recursos se muevan dentro del sistema hacia la búsqueda de soluciones en vez de hacia el agravamiento de los problemas.
Una revolución tecnológica alrevés
Hay además un problema de base. Las tecnologías sustitutivas a incorporar son menos productivas en términos físicos (producen menos con lo mismo) porque sólo ahora empiezan a recibir recursos para su desarrollo en cantidades suficientes. Es decir, si ya es caro cambiar los incentivos de las empresas, hacer una revolución tecnológica con tecnologías menos productivas es... carísimo.
En términos cotidianos eso significa que con el mismo salario vamos a poder consumir muchísimo menos -lo que para millones, incluso en Europa significará vivir en la pobreza. Ya empezamos a verlo con la electricidad doméstica y la inflación, pero en realidad, es solo el principio. Digámoslo de otro modo: para que el Pacto Verde funcione, el trabajo va a abaratarse mucho.
Y a pesar de todo, en algunos lugares el Pacto Verde parece funcionar, aunque no sin problemas. En otros... mucho menos. Y el resultado global es, de momento, frustrante: empobrecer nos empobrecemos, pero este año se volvió a batir el récord de emisiones con efecto invernadero.
¿Y ahora?
¿Cuál es la salida demagógica y fácil? Culpar a la Humanidad en general, usar el famoso -y siempre falso- recurso del «vivimos por encima de nuestras posibilidades» y cerrar los ojos esperando que nadie piense demasiado y que el Pacto se acelere y empiece a funcionar de una vez aunque, de seguir así, acabe dejando un reguero de pobreza a su paso.
¿Cuál es la salida difícil pero necesaria? Plantear alternativas en la organización social y por tanto necesariamente en el modo de trabajar y vivir. Y ponerlas en marcha, y sacarlas adelante, y empezar a organizar a cada vez más gente alrededor de ellas a base de demostrar que funcionan mejor y pueden parar e incluso revertir el desastre. Paso a paso.
¿Qué pueden aportar las colectividades?
Cuando estudiamos la historia de las colectividades incluyendo las formas centradas en el comunal anteriores al capitalismo (epicúreos, hutteritas, etc.) aparecen con claridad dos tendencias una y otra vez:
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La afirmación como posibilidad material y como objetivo de la abundancia, es decir de la satisfacción integral de las necesidades humanas.
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La idea recurrente de que al reconciliar el tejido social -al acabar con la propiedad privada, aunque sea a pequeña escala- es posible reconciliar en un metabolismo común a la Humanidad con la Naturaleza
La síntesis de ambas cosas fue un desarrollo tecnológico propio, sincopado como la historia misma de las formas basadas en el procomún, y a menudo a contracorriente de las tendencias del momento, aunque se generalizaran siglos después.
Ejemplos: La congelación y distribución regular de verduras congeladas durante los periodos fuera de temporada (los famosos espárragos epicúreos), los principios de la manufactura moderna (hutteritas) o el riego por goteo (kibutz)
Pero hay una innovación que merece la pena destacar en nuestros días. El primer análisis de sostenibilidad en la explotación de recursos que conocemos se hace en las comunidades hutteritas del siglo XVI. Calculaban la tasa de renovación/reproducción de los recursos críticos para no agotarlos y a partir de esos datos elaboraban el plan productivo del conjunto de comunidades, que llegaron muy posiblemente a superar los 20.000 miembros.
Es decir, el alto grado de diversidad y sofisticación de la producción hutterita se construye a partir de un sistema que se planifica consciente y colectivamente a partir de dos niveles: la sostenibilidad del uso de los recursos y la satisfacción directa, no mercantil, no comercial, de las necesidades de los miembros.
Estamos hablando de una economía comunal que proveía a todos sus miembros no solo de una dieta diversificada, muebles, herramientas y ropas de buena calidad, sino de los primeros sistemas de educación universal y permanente (son por cierto, los primeros en prohibir los castigos físicos a los niños e incluir en pie de igualdad a las mujeres) y de instalaciones higiénicas modernas, baños y sistemas de reciclado de aguas.
El secreto de la sostenibilidad comunera
Lo que hace posible conciliar ambas cosas -estricta sostenibilidad en el uso de los recursos naturales y un nivel de calidad de vida y desarrollo humano único en la época y durante mucho tiempo para simples campesinos y trabajadores gremiales- es la planificación colectiva a partir de las necesidades de cada uno y del aparato productivo común. Algo que habría -y sigue siendo- imposible sin la colectivización de la propiedad.
Esta es una clave que los discursos sobre el cambio climático obvian y que sin embargo se reproduce incluso en los intentos de construir comunidades sostenibles a pequeña escala: Mantener la propiedad individual como fundamento de la convivencia rema a la contra del éxito colectivo. Ese es el verdadero «elefante en la habitación».
¿Por qué las ecoaldeas no funcionan ni como ejemplo?
¿Qué contradicciones de intereses impone la propiedad individual en una pequeña comunidad intencional?
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Elimina del horizonte el trabajo colectivo y una planificación general que busque satisfacer de manera directa -no mediada por dinero ni intercambio- las necesidades de cada uno.
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Produce una perdida de eficiencia derivada de la propiedad privada, hace mucho más difícil conciliar necesidades y sostenibilidad, haciendo que parezca imposible ser sostenibles sin destruir la sostenibilidad del medio. No puede ser que los hutteritas, en pleno siglo XVI, universalizaran los baños modernos con un nivel tecnológico y científico mucho menor y un concepto de sostenibilidad mucho más estricto que el de hoy, y que en pleno siglo XXI sean cada vez más los que piensan que el futuro de la Humanidad pasa por la vuelta al baño seco y la letrina.
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Genera inevitablemente conflictos de gobernanza que solo pueden ser paliados parcialmente mediante complejos y pesados sistemas de organización y decisión colectiva como la sociocracia.
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Finalmente, el individualismo intrínseco que fomenta la propiedad individual, también distorsiona la concepción del mundo de cualquier comunidad humana que viva fracturada por ella. No sólo por la interiorización rutinaria de la angustia y la alienación inevitable del trabajo en competencia y por cuenta de otros. Sino porque al hacer al «yo», «responsable» de todo, los conflictos creados por el sistema de propiedad y lo que genera en cada uno se presentan como fallos de «la Naturaleza Humana».
De ese modo, la imposibilidad de reconocer el origen social e histórico del cambio climático, unida a las dificultades que el mismo sistema de propiedad pone para transformar de manera sostenible el medio, lleva a una mezcla de pesimismo, culpabilización de la especie y espiritualismo que, en vez de empujar hacia la transformación necesaria de la sociedad, sólo sabe vaticinar su colapso. En vez de ofrecer la posibilidad abierta de verdadera abundancia para todos, sólo sabe promover una suerte de pobreza voluntaria, y en vez de proyectar un horizonte mejor promueve una constricción preapocalíptica.
Comuneros: mucho que aportar
Por eso, el principal valor de las colectividades frente al cambio climático es mostrar de manera práctica todo lo contrario: la posibilidad y necesidad de una transformación de las relaciones sociales y las formas de propiedad para hacer posible la producción de todo lo necesario para cada uno en un metabolismo sostenible con el medio. Somos las llagas en las que los pesimistas, los santo tomases de hoy, han de meter los dedos.
No es poco.