Un artículo publicado ayer en Science denuncia que la reducción de la población rural pone en peligro la biodiversidad y los hábitats que dependen de la interacción entre la agricultura no intensiva y el medio natural. Las cifras que enmarcan esta constatación asustan: globalmente la población rural ha caído un 25% en los últimos 50 años, abandonándose el cultivo en 400 millones de Ha, una superficie equivalente a la mitad de Australia.
La conclusión más importante de este trabajo es que el simple abandono de campos y el consiguiente «rewildening» pasivo, rara vez produce un alivio y cuando lo hace es en zonas de agricultura intensiva y ultraintensiva donde la biodiversidad ya estaba prácticamente arrasada. Pero, incluso en estos casos, el resultado nunca es una vuelta al equilibrio anterior, sino una recuperación parcial no necesariamente sostenible ni positiva.
Pero en la gran mayoría de los casos estamos hablando de agricultura de secano, agricultura de subsistencia, explotaciones tradicionales y ganadería extensiva. En ellos, «la larga historia coevolutiva de estos paisajes y sus gentes, que se encuentra, por ejemplo, en Europa del Este, Japón y partes de los trópicos, ha creado una gran heterogeneidad de hábitats que puede desaparecer tras el abandono y conducir a la pérdida de especies localmente raras y a la homogeneización de la biodiversidad».
Otro efecto del abandono rural señalado por el trabajo es el aumento y cronificación de los incendios en las estepas rusas, centroasiáticas y los «ecosistemas del Mediterráneo, un punto caliente de biodiversidad mundial».
Primera conclusión: la sobre-capitalización del campo produce intensividad en unos lugares y abandono de cultivos en otros, pero en ambos casos se destruye el entorno y la riqueza del medio natural. Segunda conclusión, donde hay abandono de formas de cultivo, esta destrucción se torna irreparable si simplemente se confía en que «la Naturaleza recupere el espacio».
Pero no podemos quedarnos ahí. Si el campo se despuebla es porque mantener las formas de producción tradicionales significa, en la mayor parte de los casos aceptar una condena a la pobreza, pobreza que en muchos lugares es extrema. En general, la alternativa que el sistema actual plantea al campo es capitalización y concentración acelerada o abandono puro y simple. En ambos casos, la población existente pasa a «sobrar» y al desaparecer la interacción entre modos de producción tradicionales y entorno se daña al medio y se reduce la biodiversidad.
La alternativa estilo UE, mantener a la población («fijar» le llaman, en un reflejo feudal) como «guardianes del paisaje», renunciando al uso productivo de los recursos es realmente insostenible, sólo aplica en las regiones en abandono -no en las de desarrollo de la intensividad- y sólo palia parcialmente la velocidad del desastre en marcha. ¿Van a mantenerse arrozales tradicionales o bosques sólo como atracción turística? ¿Con qué recursos? La experiencia portuguesa o la rusa hablan por sí mismas. En esos países el estado ha renunciado a compensar el abandono del mantenimiento y limpieza de los bosques comunales que antes realizaban los vecinos como parte de su economía y ahora hay una temporada de incendios que se come centenares de miles de hectáreas cada año. Temporada de la que se habla como si fuera un fenómeno natural... o de la que se culpa al cambio climático, lo que es una verdad a medias y por tanto peor que una mentira.
¿Qué hacer? No se trata de concebir ni los ecosistemas ni los agrosistemas como un museo. Y menos aún a la población rural como una especie de «cuidadores de sala». Tampoco es aceptable que «fijar» población signifique atar a agricultores, campesinos o jornaleros a la pobreza. Y desde luego no basta con «atraer población» si van a aterrizar en un medio que se está abandonando o destruyendo y su actividad no se relaciona con nada que cambie la tendencia.
¿Y entonces? La fórmula es conocida desde hace mucho tiempo: Redistribución poblacional aunque sólo sea para acercar el consumo a la producción de alimentos; una nueva agricultura muy productiva pero no tensionadora de recursos, es decir, «ecológica» y automatizada al mismo tiempo; desarrollo de un nuevo tipo de industrialización, limpia y distribuida, en el medio rural; organización de la demanda en las ciudades de manera más eficiente y consciente; etc. Y de fondo: tratar la alimentación como algo que la sociedad debería proveer de forma directa e incondicional a cada uno de sus miembros sin destruir los agrosistemas y ecosistemas que la hacen posible.
La cuestión es: ¿se puede esperar que todo esto «ocurra» o «se haga» sin más? Si algo nos enseña la Historia es que las grandes transformaciones, cuando son en beneficio de las grandes mayorías, no se realizan con estas mirando desde la barrera.