8/8/2025 | Entrada nº 148 | Dentro de maximalistas

Manifiesto del II Congreso Maximalista - 2025

Manifiesto del II Congreso Maximalista que celebraremos pasados los calores del verano. Los Manifiestos de nuestros congresos son un llamamiento a la participación y al mismo tiempo una especie de «ponencias marco», que buscan dar un marco global e histórico a nuestras tareas y objetivos para servir de base a la coordinación entre cooperativas y ONGs maximalistas.

Crisis de civilización

Vivimos una verdadera crisis de civilización que pone en contradicción el desarrollo económico y el desarrollo humano. Se manifiesta como una serie de desequilibrios materiales que, en todo el mundo, lastran la evolución social y erosionan, cuando no niegan, los efectos positivos del crecimiento sobre el conjunto. Vuelve la pobreza laboral acompañada de una concentración nunca vista de recursos en monopolios casi globales; el territorio y lo rural se vacían mientras las ciudades llegan a un punto de criticidad por saturación; una crisis demográfica ya innegable acompaña a una crisis ecológica y climática de largo aliento.

La inadecuación ante todo ésto del modo de organizarse socialmente, producir y vivir que había servido para impulsar el crecimiento y estabilizar la sociedad, desarticula instituciones colectivas, arruina vidas, reduce el impacto de los descubrimientos más prometedores y descarrila la utilidad social de los avances técnicos más impresionantes.

Incapaz de comprender las causas y generar una salida colectiva a esta crisis de fondo, la vida social se cubre con una pátina de atomización, pasividad, hastío y desesperanza.

Las conquistas humanas más impresionantes alimentadas por la Ciencia en los últimos siglos -de la Medicina a la Física- son rechazadas por una parte creciente de la sociedad que sencillamente pasa a no «creer» en ellas y se sumerge en un irracionalismo extremo y oscuro. La unidad e igualdad básica de toda la especie humana es negada por una explosión identitaria que apenas oculta un subjetivismo nihilista y delirante. Cada vez más la guerra o, al menos, su preparación, se proponen como el único horizonte colectivo posible.

Bajo el ruido de una cultura que expresa la normalización de la inhumanidad, hay una sociedad que no encuentra propósito en el modo de vivir que la organiza.

En el centro de esta agonía está la devaluación del trabajo humano. El trabajo es la acción colectiva de la sociedad y la especie, el acto permanente de producir lo que cada sociedad necesita para sostener no sólo sus estructuras sino, sobre todo, a sus miembros y los recursos que utilizan para desarrollarse.

El trabajo es la acción humana coordinada y con sentido que nos eleva por encima de la supervivencia inmediata y genera conocimiento, la medida de los avances y potencialidades de nuestra especie. Por eso la organización social del trabajo es el sentido primario de las distintas estructuras sociales que la Humanidad ha creado. Y por lo mismo, devaluar o negar el trabajo socava las bases de cualquier sociedad humana.

Sin embargo, devaluar el trabajo es el primer reflejo del sistema económico cuando encuentra un tropiezo. Y cuando los tropiezos se fueron sucediendo a lo largo del último medio siglo, llegó a convertirse en el modo de vida del sistema.

Por eso el crecimiento económico y el desarrollo humano parecen hoy contradictorios: porque se ha convertido en fe que sólo devaluando el trabajo -y por tanto la vida de los que trabajan- puede mantenerse el crecimiento. Y que el crecimiento y sólo el crecimiento, se consiga como se consiga, impulsará de nuevo el desarrollo.

Pero ni el crecimiento del consumo puede asimilarse sin más al desarrollo humano, ni un sistema dopado por la devaluación del trabajo puede sostener indefinidamente un consumo que satisfaga las necesidades materiales y culturales básicas de todos, ni siquiera de la gran mayoría.

No es una mera cuestión de concentración industrial. Las deslocalizaciones masivas de los noventa contribuyeron a la devaluación del trabajo de una forma contundente, pero no fueron su causa. Incluso si se revirtiera de alguna manera el proceso, si como pretenden trumpistas y eurócratas, se «repatríasen» industrias deslocalizadas y se desarrollaran las industrias de armamento en una nueva deriva militarista, lo que «volvería» a EEUU y Europa sería una nueva oleada de inversiones hiperconcentradas, no las grandes plantillas con buenos salarios y las ciudades-fábrica de la era industrial. La atomización y precarización del trabajo no es contradictoria con la sobre-escala de capital, sino su resultado.

La revalorización del trabajo no puede ser ya el resultado de un aumento de la intensidad del capital como en el siglo XIX. Como tuvieron claro los teóricos y arquitectos de la globalización, en los países de capitalización media y alta, la incorporación de nuevas tecnologías puede bajar precios, pero a medio plazo reduce necesariamente la participación del trabajo en la renta total y a largo el valor del trabajo sin más... lo que ni siquiera resulta alentador para las perspectivas comerciales en el mercado interno. De ahí las fantasías de una renta universal ahora rescatadas con los debates sobre la IA: la propia industria se preocupa al ver caer su base de consumo y tener que competir por un mercado interno cada vez más estrecho y básico.

El giro de la comprensión de la centralidad del trabajo en la calidad y el modo de vivir a la perspectiva del consumo es una trampa de ilusionista. Ha confinado a generaciones enteras en la pasividad y el aislamiento, sin capacidad para soñar siquiera salidas colectivas. No es de extrañar que la Salud mental crezca como problema de época. Pero sobre todo, el consumo-centrismo ha servido para justificar el desmantelamiento del bienestar básico común que había sido fruto de los sistemas universalistas. Ha cubierto la beneficencia estatal de último recurso con la impúdica capa de una «Justicia Social» tan vacía como la «Justicia Territorial» y la «Justicia Climática» que le sirven de coro. Tapar goteras no es tapar vías de agua.

Cuando el trabajo se devalúa, no sólo se empobrece y se vuelve hostil el modo de trabajar, es el modo de vivir entero el que se torna cada vez más deshumanizante. Las formas y la gravedad varían en cada lugar y contexto. Mientras en el Sur de Europa la devaluación del trabajo mantiene a la mayoría de los jóvenes en casa de sus padres hasta más allá de los treinta años, infantilizádoles, atomizándoles y privándoles de un desarrollo personal sano; en Rusia y Ucrania les arranca de sus casas para sacrificarlos como consumibles de guerra, y en Bangladesh o Vietnam para encadenarlos a una máquina de coser en una ratonera.

En todos lados, el trabajo está en el centro de todo lo social y comunitario, pero se ha convertido, a base de ser devaluado sistemáticamente, en una periferia hostil, muchas veces inalcanzable, de una vida cada vez más difícil y ajena a sus protagonistas. Para todos ellos y para la sociedad en su conjunto, el primer reto para tomar las riendas de su propio destino y recuperar un modo de vivir realmente humano, es conquistar el trabajo.

¿Dónde está el camino de salida?

Desde el comienzo de la guerra en Ucrania, Europa vive una fase de desindustrialización acelerada que a su vez agrava el largo proceso de precarización y descualificación del trabajo que se sufre en el continente desde, al menos, los noventa.

Frente a los cierres, esta vez no proliferaron las huelgas simbólicas y las procesiones fúnebres sindicales de entonces, sino algo nuevo: trabajadores de empresas en liquidación, e incluso ya cerradas, se constituyeron como cooperativa de trabajo, buscaron recursos y alianzas y pujaron por las instalaciones y la cartera de clientes.

Empresas simbólicamente importantes en Francia e Italia, como Duralex, Bergère de France o GKN llenaron los titulares de la prensa regional, pero muchas otras, dedicadas a la construcción, el metal o las artes gráficas sumaron a miles de trabajadores en un movimiento nuevo. Los gobiernos locales y regionales e incluso las propias haciendas estatales acabaron viendo que estos grupos de trabajadores asociados eran su única esperanza para evitar la desertización industrial. Italia cambió su ley concursal y creó fondos de inversión público-privados para WBO («Workers' Buy Out»), en Francia las administraciones regionales se convirtieron en inversores de último recurso. Los pioneros de décadas atrás, desde la cervecera de Messina a la antigua división de infusiones de Unilever en Francia, hoy cooperativas de trabajo de éxito, se vieron reivindicados y estudiados como modelos a seguir. Hoy las encuestas muestran que, en Francia, una mayoría abrumadora de trabajadores empezaban a soñar con la cooperativización de la empresa en la que trabajaban.

En EEUU, Canadá y Gran Bretaña, donde las cooperativas de trabajo son relativamente recientes o escasas, numerosas empresas medianas han pasado a propiedad de un fideicomiso a nombre de sus trabajadores. Prácticamente todas ellas son rentables y están saneadas. Pero cuando los propietarios-fundadores o sus herederos desean venderlas, no encuentran mejor comprador que sus propios empleados. El resultado es significativo: casi 15 millones de trabajadores sólo en EEUU, un 10% de los trabajadores del sector privado de la mayor potencia mundial, trabajan hoy en empresas que son propiedad colectiva de su propia plantilla.

Esta experiencia es la que ha llevado a que el mismo Fondo Social Europeo recomiende las WBO como solución a la sucesión en las pequeñas y medianas empresas europeas. Tenemos que pensar que sólo en Alemania, entre el uno de enero de 2025 y el 31 de diciembre de 2026 más de 560.000 empresas entre 50 y 250 empleados se habrán enfrentado a la sucesión empresarial, sin embargo, según una encuesta conjunta de las 79 cámaras de comercio e industria de todo el país, ya en 2023 había tres veces más empresarios buscando vender para poder jubilarse que posibles compradores interesados.

Además, según datos tanto de la UE como de consultoras y fondos privados como Ambrosetti, cuando una empresa pasa a ser propiedad de los trabajadores, las cifras a cinco años pasan a ser sistemáticamente mejores tanto en volumen de negocio, como en rentabilidad e incorporación de innovación a las que obtienen empresas similares cuando son heredadas por familiares o compradas por capital foráneo.

Esto es especialmente significativo en la medida en que los trabajadores que acceden a la propiedad de sus empresas lo están consiguiendo en buena medida gracias a la inapetencia de los grandes fondos de capital. Los fondos buscan colocarse en empresas con escalas mayores y con una posición de mercado con cierto poder de monopolio, así que, poco a poco han ido saliendo del tejido productivo real. Su incomparecencia ante la crisis en las PYMEs es un motor de la desindustrialización, no su consecuencia.

En cualquier caso, el resultado es que en países clave como EEUU, Gran Bretaña, Francia o Italia y en sectores muy diferentes, desde el primario y la industria a los servicios avanzados, miles de trabajadores están comprando la propiedad de sus empresas y contando en el empeño cada vez más con el apoyo de las instituciones políticas locales.

Este movimiento se une además a un crecimiento sostenido en la creación de nuevas cooperativas de trabajo en países como Francia (300 anualmente) o España (más de 1.000 cada año). Las estadísticas nos dicen que estos nuevos emprendimientos cooperativos son la herramienta con la que muchos jóvenes de las ciudades medianas y del rural conquistan el trabajo.

No sólo importa el quién, sino el dónde

En Francia, Italia, Gran Bretaña o las empresas en crisis compradas por WBO están mayoritariamente en regiones otrora industriales hoy en desertización productiva, de ahí el entusiasmo de las instituciones locales.

La gran mayoría de las nuevas cooperativas de trabajo en España, Francia o EEUU se están creando en ciudades medias y pequeñas que han quedado fuera de los grandes circuitos económicos globales. De ahí que los responsables de desarrollo local en regiones como Andalucía u Occitania hablen de una «revolución silenciosa».

Y es que el dónde importa casi tanto como el quién porque en las grandes crisis de civilización no es el centro el que genera las alternativas, sino las periferias.

En los periodos de crisis de Civilización el centro es tormentoso y agitado, regurgita ideología y discursos que se vuelven inevitablemente divisivos. Al concentrar las contradicciones de la época, el centro crea nuevas ideas sin parar pero es es incapaz de cuajar alternativas porque las tensiones internas ocupan todo nuevo espacio.

Si miramos a la Historia del Mediterráneo y de Europa, es en las periferias, en la ruralidad y en los nuevos grupos sociales que la buscan, donde se incubaron, antes de cada salto civilizatorio, las relaciones, los modos y las formas del mundo que venía, reinventando el trabajo -su organización social, en realidad- en cada ocasión.

Los colonos que pusieron a producir de nuevo el campo en la Antiguedad tardía, o los «pies polvorientos» que inauguraron las rutas de comercio terrestre europeas y alentaron las primeras ciudades medievales, fueron vistos por sus contemporáneos como fenómenos exóticos y relativamente marginales, pequeños grupos sociales a la fuga que ya volverían cuando las cosas volvieran a funcionar como siempre lo habían hecho. Sin embargo, mientras la sociedad de la que habían nacido se consumía en interminables y batallas ideológicas y guerras internas, ensayaron nuevas formas de trabajar y vivir que esbozaron, andando el tiempo, un nuevo entramado de relaciones sociales.

Hoy el centro, las grandes ciudades globales y sus instituciones de pensamiento (universidades, consultoras, think tanks, medios de comunicación...) ha hecho del trabajo algo periférico dentro del relato social. Es su forma de reflejar ideológicamente la hegemonía de la economía financiera sobre las economías que dirigen.

Por eso, ante las estrechuras de la otrora «clase media» y los precarios, hablan de «problemas de precios» en vez de señalar la caída de las rentas del trabajo; sueñan con que la IA haga innecesarias ramas enteras de trabajadores; e insisten en alimentar la forma última de consumismo individualista: el identitarismo.

Desde la mirada de los fondos y las grandes ciudades globales, las ciudades medias y pequeñas y los territorios rurales representan un «más allá» supuestamente vaciado y agonizante, un retrato de Dorian Grey confinado en el trastero del que se teme devuelva una imagen monstruosa.

Todo centro crea su propia periferia por negación: periferia es todo lo que no hace lo que hace el centro y se confunde con él. Y para el centro hipertrofiado de la economía financiera -y por tanto de las capitales globales- hoy son periferia el trabajo, las ciudades medias y pequeñas y el rural.

Por eso el movimiento de las WBO, que se solapa con el del conquista del trabajo de los jóvenes, no es la alternativa inmediata a la crisis de civilización, sino una forma constructiva de llegar a ella.

La tarea

El mundo de las ciudades medias y pequeñas dependientes de las ofertas públicas de empleo es el campo de batalla de la conquista del trabajo a través de cooperativas.

El mundo rural envejecido y malamente digitalizado, descolgado del crecimiento de rentas de las grandes ciudades en red, línea de frente de la crisis demográfica y de la medioambiental, es el escenario más propicio hoy para el desarrollo de nuevos comunales tanto materiales (casas en propiedad colectiva, por ejemplo), como digitales (software de servicio público, agricultura de precisión, etc.) y de conocimiento (desde técnicas constructivas a sistemas de gestión del agua).

Nuestra tarea es estar y hacer ahí. Nuestro objetivo central debe ser la creación de un tejido alrededor de cooperativas de trabajo asociado decididamente igualitarias y finalistas, y alrededor de ellas todo lo que concurra a la revitalización económica y la revalorización del trabajo. No hace falta que todo sean cooperativas ni fideicomisos. Buena parte de las microempresas que ayudemos hoy, en un entorno de hegemonía cooperativa ,se integrarán en la misma lógica comunitaria como un nodo más.

La hegemonía cooperativa no es una cuestión de número, sino de perspectiva y compromiso comunitario. Por eso la conquista del trabajo es inseparable de la conquista de un buen modo de vivir. Por eso debemos de ser actores útiles a cosas aparentemente básicas como la rehabilitación de espacios, el acceso a la vivienda, la recuperación de la cultura gastronómica o la puesta en valor social del conocimiento. A través de ellas hacemos material y presente la esperanza en el futuro que ha sido arrasada por décadas de devaluación del trabajo.

No es el camino dorado que conduce al arcoiris y las maravillas del mundo de Oz. Es una oportunidad que reclama arriesgarse, trabajar duro y saber resistir a la frustración tanto como cualquier proyecto colectivo en una época como la nuestra. No hay ni certeza ni premio seguro más allá de vivir ya, aquí y ahora, un mejor modo de vivir, más útil socialmente y más enriquecedor personal y colectivamente. En el camino descubriremos y usaremos nuevas herramientas y nuevas formas cooperativas, de organización comunitaria y de propiedad compartida, de emprendimiento colectivo y de aprendizaje. Es decir, aprenderemos y creceremos.

Es a ese modo de vivir, con el trabajo en el centro y el espíritu de comunidad en cada hacer, a lo que invitamos a inconformistas e inquietos dispuestos a conquistar el trabajo para sí mismos y la comunidad.

Fin del artículo
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